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URÓBOROS

Los zapatos del hombre levantaban ingrávidas nubes de polvo de un anaranjado desvaído a cada paso que daba. Unos pasos inseguros, torpes, gemelos exactos de los que llevaba dando desde hacía tanto tiempo que ni siquiera podía recordarlo con claridad. El paisaje que se extendía a su alrededor era una especie de tabula rasa, un lienzo recién comprado que aguardaba en el caballete a que el pintor se decidiera a darle vida con sus pinceladas.

El hombre se detuvo, y entornó los ojos para intentar captar algo que rompiese la insoportable monotonía sin conseguirlo. La luz blanquecina que lo rodeaba parecía provenir de todas las partes a la vez, lo que hacía la escena aún más irreal, más onírica. Miró hacia arriba y giró sobre sí mismo hasta abarcar todo lo que la vista le permitía. Nada. No había sol, no sentía su calor, pero allí seguía aquella luz que lo envolvía como un incómodo y asfixiante manto fosforescente.

—No puedo más —dijo en voz alta, y se sentó en el suelo. Estaba agotado, pero no sólo era un agotamiento físico, sino mental. Fuera lo que fuese aquél lugar se había llevado, además de su memoria, la sensación de sed y la de hambre, algo que añadía aún más surrealismo a una situación que ya rebosaba de él, puesto que tenía la sensación de llevar vagando semanas por aquellos terrenos baldíos.

Se miró las manos, manchadas ahora con el fino polvo del camino y trató una vez más de recordar. Recordar quién era, recordar al menos cómo había llegado a aquel lugar indefinido, pero una vez más, no lo logró. No sabía quién era, cómo se llamaba… ni siquiera podía recordar su aspecto. Sabía que su piel era blanca porque así lo demostraban sus manos, y que tenía el cabello oscuro y largo porque se le metía en los ojos, unos ojos cuyo color era una incógnita total. Sus bolsillos estaban tan vacíos como su memoria, así que no había posibilidad de encontrar ningún tipo de documentación que lo pusiera sobre la pista.

Respiró hondo e hizo la intención de tumbarse en el camino, de revolcarse en el polvo y mancharse de arriba a abajo para intentar al menos sentir, aunque fuese una sensación incómoda, pero algo en el interior de su cabeza lo hizo levantarse de golpe.

—Viene... —susurró mirando hacia el camino que llevaba recorrido. Sus pasos horadados en el polvo se perdían en la distancia como una sucesión infinita de puntos suspensivos hasta donde alcanzaba la vista, y desde allí donde ya sus ojos eran incapaces de separar el horizonte del cielo, supo que algo venía a por él. Su primera intención fue quedarse allí mismo, esperar a lo que tenía que llegar, pero a la vez supo que eso sería su fin. Sin previo aviso, una oleada de terror lo golpeó con furia. Al menos era una sensación distinta al desconcierto en el que llevaba sumido tanto tiempo. Comenzó a andar de nuevo, dándole la espalda a lo que se acercaba desde la lejanía, con pasos apresurados. No quiso echar a correr, porque sabía que de hacerlo, perdería el control. La presencia que lo perseguía comenzó a tomar cuerpo, y pudo llegar a sentirla de una manera casi física. Sin esperarlo, todas sus dudas se disiparon como la niebla en un vendaval y supo que tenía que huir, que su vida dependía de ello. A medida que sus pasos se iban haciendo más amplios la sensación de que su fin ya estaba a apenas unos palmos de distancia se hacía más y más apremiante, hasta obligarlo a correr como nunca antes lo había hecho. Entornó los ojos y el sudor se introdujo en ellos, emborronando su mirada y convirtiendo la línea recta del horizonte en un sinuoso ir y venir de picos y valles. A pesar de ello siguió corriendo hasta quedar agotado, hasta que el simple intento de aspirar una bocanada de aire se convirtió en una agonía insoportable.

Fue entonces cuando sus pies se entrelazaron y cayó de forma estrepitosa al suelo. Se quedó tumbado cuan largo era, sintiendo cómo el ritmo frenético de los latidos del corazón en sus oídos convertía el sepulcral silencio del lugar en una cacofonía insoportable. Había alguien (algo) allí tras él, de pie, observándolo. No sabía por qué era consciente de ello, pero lo era. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para girar sobre sí mismo y quedar de espaldas contra el suelo, de forma que pudo ver a…

Ella.

—Te has caído —dijo la niña. Era una preciosa rubita de no más de seis o siete años de edad. Tenía el pelo largo, recogido en una cola de caballo mal hecha que dejaba escapar mechones dorados aquí y allá. Vestía un sucio pantalón de peto vaquero lleno de agujeros y una camisa de color claro que parecía estar tratando de superar el record Guiness de suciedad por centímetro cuadrado de tejido. Llevaba ambas manos metidas en los bolsillos, y lo observaba con una mirada a medias entre curiosa y divertida.

—¿Qu… quién eres tú? —preguntó el hombre incorporándose hasta quedar sentado. La figura de la niña se recortaba sobre la inquietante claridad que provenía de ninguna parte, dándole un aspecto casi místico.

—¿Otra vez me has olvidado? —soltó la niña, pero por la entonación pareció una pregunta retórica, como si la respuesta fuese más que evidente.

—N…  no sé —respondió él, y de pronto se le ocurrió algo. Algo que en otras circunstancias le habría parecido ridículo pero que allí, tirado en el suelo de aquel lugar desconocido y extraño, le resultó de lo más normal— ¿Eres un ángel? ¿Estoy muerto?

—No, tonto —sonrió la niña observándolo mientras se incorporaba— Te estás moviendo, y los muertos no se mueven… bueno, los de esa serie de televisión sí, pero mamá dice que no son reales.

—Sí, claro, tienes razón —afirmó el hombre mientras posaba una mano sobre el hombro de la niña, para asegurarse de que ella sí lo era. Durante unos aterradores instantes estuvo convencido de que iba a atravesarlo como si ella fuese una imagen proyectada sobre una cortina de agua, pero por fortuna no fue así. Abrió la boca para seguir hablando, pero la temperatura, que hasta ese momento había sido tan irrelevante como el insulso paisaje, descendió de tal manera que erizó el vello de sus brazos.

—Tenemos que seguir andando —susurró ella mirando hacia atrás con miedo a la vez que comenzaba a caminar tirando de la mano del hombre—. Se está acercando demasiado.

—¿Tienes idea de lo que es?

—Sé lo que hace. Lo que me hizo a mí, y lo que está haciendo contigo.

—N… no te entiendo… —balbuceó sin estar seguro de si quería saber el significado de aquellas crípticas palabras.

La niña no respondió, y se limitó a apresurar el paso. Durante unos instantes, un tenso silencio se estableció entre la extraña pareja, que en otra realidad podrían haber sido tomados por un padre paseando junto a su hija.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre sin esperar una respuesta coherente, presuponiendo que la pequeña estaría tan confundida y fuera de lugar como él mismo, pero ansioso de cualquier modo por entablar de nuevo una conversación que le permitiese entender dónde estaba y qué era lo que los perseguía.

—Lucía —susurró la pequeña. La inesperada respuesta provocó un aluvión de nuevas preguntas en el hombre, tantas que se agolparon en su mente de forma desordenada. Sólo una fue capaz de encontrar el camino hacia el exterior. Quizás ella conservase intacta su memoria. Quizás…

—¿Sa… sabes quién soy?

—Sí, pero no sé tu nombre.

Un escalofrío recorrió el cuerpo del hombre.

¿Y si la niña tenía las respuestas?

¿Y si…? ¿Y si después de todo, no era una niña?

Imágenes horribles, olvidadas, de los tiempos en los que aún creía en los monstruos de debajo de la cama, lo asaltaron. Descubrió a las bravas que los terrores infantiles son infinitamente más difíciles de enterrar que cualquier otra sensación o recuerdo posterior. Cuando sopesaba la posibilidad de salir corriendo, de alejarse lo más posible de la niña. ésta habló.

—Mamá me está esperando. Ella no quiere que esté aquí, no le gusta este sitio, pero tengo que quedarme un poco más.

El hombre sintió un nuevo  escalofrío que le recorrió el cuerpo.

—¿P… por qué? —fue lo único que se le ocurrió.

—Lleva tanto tiempo esperándome... —continuó la niña, haciendo caso omiso de la pregunta del hombre.

—¿Y tu padre?

La expresión en su rostro hizo que se arrepintiese de forma inmediata de haber hecho la pregunta. Una sombra de tristeza le nubló los ojos, y los acontecimientos se precipitaron de una forma que jamás hubiese imaginado.

—¡Está aquí! ¡Nos tiene! —gritó la pequeña. A su espalda, sin ninguna señal que los hubiera puesto sobre aviso, lo que los perseguía se materializó. No hubo ninguna bandada de pájaros que surgiera de entre la arboleda para ponerlos en alerta, porque eso sólo pasaba en las películas, y en aquél lugar que parecía estar más allá del espacio y del tiempo no había ni pájaros ni árboles.

El hombre no pudo hacer más que abrir la boca en una expresión mezcla de terror y asombro, y tratar de gritar sin que de su garganta surgiera ningún sonido audible. Tras la niña no había nada, y a la vez lo había todo. Nada que pudiese ser captado con la vista, ni con cualquiera de los otros cuatro sentidos convencionales, y sin embargo se sentía como un peso infinito en el alma, un agujero negro que les vaciaba el espíritu y lo absorbía como un niño absorbe su refresco con una pajita. Las mangas de la camisa de la niña aletearon sobre sus delicados brazos y la dorada cola de caballo se puso en posición horizontal apuntando hacia aquello que era a un tiempo invisible e inabarcable con la vista. La piel de su rostro comenzó a deslizarse hacia lo que los perseguía, como si fuese un helado derretido en el suelo absorbido por un potente aspirador. Durante un angustioso segundo, toda la niña pareció convertirse en una sustancia viscosa que, más tarde que pronto, acabaría pasando a formar parte de aquella imposibilidad.

-¡A…yu…da…meeeeee! —gritó, con una extraña y espeluznante voz que sacó bruscamente al hombre del trance en que se había visto atrapado. Reaccionó como un resorte, agarrando la mano de la niña y tirando con fuerza de ella. Durante una décima de segundo, tuvo el terrorífico presentimiento de que se iba a quedar con la mano de la niña entra las suyas mientras el resto de su pequeño cuerpo encontraba su destino final en el interior de aquello que los  perseguía. No fue así, de modo que cogió a la pequeña entre sus brazos y corrió con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. Los primeros pasos fueron los más complicados, sus zapatos resbalaban sobre el polvo del camino mientras que lo que no se podía ver, furioso por haber perdido una presa que ya era suya, redoblaba la fuerza con la que los reclamaba a ambos.

A pesar de ello, quizá por el calor de la niña entre sus brazos, consiguió huir.

Corrió por un tiempo que le pareció infinito. Corrió hasta que dejó de sentir que la niña temblaba de forma compulsiva entre sus brazos, hasta que las fuerzas le abandonaron y no le quedó nada más que voluntad.

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