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ÚLTIMO DESEO

Soy lo que en mi empresa llaman un liquidador. El Vendedor Número Uno. Así, con mayúsculas. Al que le encargan vender lo que no tiene salida de ninguna de las maneras.

No, no os equivoquéis… no me vais a encontrar machacando el timbre de vuestras puertas para intentar colocaros la enciclopedia definitiva o el juego de sartenes en las que nunca se pega la comida. Yo me dedico al negocio inmobiliario. ¿Tenéis una casa a la venta desde hace años y no hay forma de quitárosla de encima? Dejádmela a mí. Os garantizo que puedo colocarla a buen precio en menos de dos semanas. Sería capaz de vender la puñetera Amityville con toda su caterva de fantasmas ululantes dentro si me la ponéis a tiro. Mis compañeros dicen (con cierta envidia, nada sana por cierto) que tengo un don.

Y probablemente sea así.

Por si no os ha quedado claro con mis primeras palabras, me sobra el dinero. Mi trabajo hace que me desplace a lo largo y ancho del territorio nacional haciendo ventas imposibles, y obteniendo a cambio unas comisiones espectaculares. En cuanto a mi vida privada, soy un soltero de oro. Hasta el día que decida dejar de serlo, por supuesto. No tengo demasiado tiempo para pensar en una relación estable más allá de los flirteos ocasionales en las ciudades por las que me muevo. A mis treinta y ocho años ya debería ir pensando en sentar la cabeza. Si soy capaz de vender cualquier casa… ¿no voy a ser capaz de venderme a mí mismo?

Modestia aparte, no estoy nada mal…

Mi modus operandi es siempre el mismo. Llego al sitio en el que se encuentra la propiedad que en apariencia es imposible de vender. La estudio cuidadosamente. Valoro los pros y los contras, y en un tiempo récord, trazo un plan para maximizar unos y minimizar otros hasta hacerlos desaparecer. No os hacéis una idea de los milagros que puede conseguir una mano de pintura, unos muebles cambiados de sitio, o un jardín arreglado.

Veni, vidi, vici.

Y aquí estoy, en un pueblo perdido de la mano de Dios, delante de la enésima casa que se me presenta como el reto definitivo. La verdad es que en esta ocasión no voy a negar que la propiedad es fea de cojones; he visto casas en películas de terror que tienen mucha mejor pinta que esta. Una vivienda de dos plantas, en las afueras, rodeada por un jardín que parece la versión postapocalíptica de la selva del Amazonas. Rastrojos y colgajos secos por todos lados desde las paredes de la casa hasta la desvencijada verja que se mantiene en pie por algún milagro de la naturaleza. Aquí voy a tener que dar el do de pecho si quiero seguir manteniendo intacta mi reputación. Bueno, puede que mañana, a la luz del sol, tenga mejor aspecto.

Conduzco durante unos veinte minutos hasta llegar a “La Hiedra Encantada”. A pesar del nombre, es un hotelito rural que está muy bien valorado por los usuarios de los foros de internet que, por mi trabajo, consulto a menudo.

Como suponía, no tengo ningún problema para estacionar el coche. El parking, aunque pequeño, está vacío a excepción de un par de vehículos. No creo que la Hiedra esté precisamente Encantada de tener tan poca clientela, así que espero que me reciban con los brazos abiertos.

Tras coger la maleta, me introduzco en la recepción acompañado por el alegre tintineo de las campanillas de la entrada. Cuando la veo, siento que el corazón se me para. La chica del mostrador me mira con sus ojos de un celeste indescriptible y me dedica la sonrisa más bonita que he visto en mi vida. Se dirige a mí, pero durante unos instantes no soy capaz de reaccionar. Necesito de toda mi fuerza de voluntad para decir algo con un mínimo de coherencia.

—¿Se encuentra bien, señor? —me pregunta ella, y su voz es tan dulce que se me eriza el vello de la nuca.

—Eh… sí, sí, disculpe. Soy Víctor Méndez —le respondo, tendiéndole la mano. He decidido que es Ella. La mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida. Despliego mis encantos como un pavo real despliega su cola.

—¿Cuántos días planea quedarse, señor Méndez? —recita ella sin perder la sonrisa, mientras copia mis datos personales del documento de identidad que acabo de ofrecerle. ¿Estamos entrando en la fase de flirteo? No. No lo creo. Siempre detecto en los ojos de las chicas cuando establezco contacto.  Compruebo, no sin cierto enfado, que hasta el momento ella me trata como a un cliente más.

—Víctor, por favor —digo modulando la voz hasta obtener el tono correcto, el que sé que llamará su atención y derribará sus defensas—. Me quedaré el tiempo que necesite para vender la casa medio en ruinas que hay en las afueras del pueblo. Aunque antes tendré que ponerla en condiciones, claro… Creo que en unos cuatro días lo tendré todo a punto… Sofía.

Acabo de leer su nombre en la identificación que cuelga de un imperdible sobre su pecho. Ella deja de escribir y sus inmensos ojos celestes se centran en mí. Me siento la persona más feliz del mundo. Ahora sí que hemos establecido…

—¿La casa de las afueras? —me mira, y detecto un extraño brillo en sus ojos que no sé definir. Luego vuelve a centrar su atención en la hoja de registro─. Pues le deseo suerte, señor Méndez, porque dudo mucho que consiga venderla ni en un millón de años.

No es su falta de fe en mis habilidades la que me molesta, puesto que ella aún no me conoce y no sabe que soy capaz de vender cualquier cosa. Pero la facilidad con la que ha esquivado mi invitación para tutearme y se ha vuelto a dirigir a mí por mi apellido, es otro tema. Bueno, nadie dijo que fuera fácil. El sedal está echado, y ahora tengo unos días por delante para convencerla de que muerda el anzuelo. Puede que decida tardar un poco más de lo normal en cerrar la venta.

—Ni se imagina cómo puede cambiar una casa con unos cuantos arreglos —le respondo con mi sonrisa marca registrada mientras recupero mi documento de identidad. Ya que jugamos con sus reglas, vuelvo a tratarla de usted. No pretendo forzar la situación y hacerla sentir incómoda.

—No creo que ese sea el problema. La casa tiene algo raro. En el pueblo dicen que está maldita —coge las llaves de la horquilla situada tras el mostrador, y yo aprovecho la ocasión para comprobar que su cuerpo es tan espectacular como su rostro.

—Bueno —sonrío con suficiencia—. En mi negocio, estoy acostumbrado a lidiar con fantasmas.

Sofía me acompaña hasta mi habitación, me da las últimas instrucciones acerca del funcionamiento del hotel, y se despide con una sonrisa. Al abrir la puerta me encuentro lo que se puede esperar de un hotel rural. Amplia, acogedora y muy limpia, la habitación hace honor a la votación que le han otorgado los usuarios del foro en Internet. Seguro que Sofía también ha tenido parte de culpa en esa buena nota. Sin dejar de pensar en ella, coloco mis prendas en el armario y me doy una relajante ducha caliente. Sólo ceno en ocasiones especiales, y casi nunca cuando estoy trabajando, así que me voy temprano a la cama para estar en perfecto estado de revista por la mañana. Mi último pensamiento antes de caer en brazos de Morfeo es para ella.

Son las diez y ya estoy aparcando junto a la casa. Me siento un tanto decepcionado porque esperaba encontrarme a Sofía en la recepción, pero ya había sido sustituida por la chica del turno de mañana. Encarna, a pesar de ser muy simpática, no le llega a la suela de los zapatos. Con ella sí ha habido feeling desde un primer momento, pero no es eso lo que me interesa.

Como pensé ayer antes de salir hacia el hotel, la casa tiene mejor aspecto a la luz del sol. Sigue teniendo mala pinta, pero al menos ha dejado de ser tétrica. Muy bien, ha llegado el momento de enfrentarme a los fantasmas. Subo los tres escalones que ascienden hasta el porche principal, mientras saco la llave del bolsillo. La madera del suelo chirría bajo mis pies. Mientras la llave gira en la cerradura, pienso que en esta ocasión voy a necesitar de todo mi savoir faire para conseguir mi objetivo.

En menos de media hora me hago una idea general de cómo está la casa. El estado de conservación es mejor de lo que esperaba. Las habitaciones son amplias, y tiene un hermoso salón comedor en la planta baja en el que, como se suele decir, podrían correr caballos. Con una inversión no demasiado espectacular se le puede sacar mucho partido. Y luego está el exterior: quitando los matojos secos y plantando unos cuantos macizos de plantas de color aquí y allá, será un valor añadido. Incluso se puede aprovechar para hacer un jardín Zen o instalar unos columpios para llamar la atención de las parejas con hijos.

Saco mi móvil, tecleo el número de teléfono de Marcos, el jefe de mi equipo de decoradores y le doy las instrucciones pertinentes. Cuelgo, y caigo en la cuenta de que sobre la mesa del salón hay algo. Es curioso. La ficha dice que la casa no está amueblada, y de hecho así es.

A excepción de la mesa.

Me acerco para descubrir que se trata de un libro con las tapas de piel. Es oscuro, y no demasiado grueso. Lo cojo, y lo examino con curiosidad. No sería la primera ocasión en la que me encuentro algo de valor en una propiedad.

Esta vez no. Es una agenda, de esas universales, que no tienen fechas impresas. Más de la mitad está escrita. Le echo un rápido vistazo. Las primeras páginas no se diferencian en absoluto de las que podría encontrar en cualquier agenda normal. Hay fechas, recordatorios, cosas por hacer… Pero llegados a un punto, se transforma en una carta a los Reyes Magos. Su anterior propietario la utilizó más como un inventario de deseos por cumplir que como una agenda..  Voy pasando las páginas con parsimonia. Quiero… quiero… quiero. Así una detrás de otra. Hasta llegar a las últimas escritas, en las que las letras se distorsionan, se difuminan… se van haciendo borrosas. No sé si fue perdiendo el interés por escribir en la agenda, o la chaveta... la cuestión es que me da mal rollo. La dejo caer sobre la mesa y queda casi en la misma posición en la que estaba al principio, levantando una fina capa de polvo que flota como una neblina. Hasta que no llegue el equipo de decoradores no tengo mucho más que hacer, así que decido dar un paseo por el pueblo y almorzar en algún restaurante que me recomiende la app del móvil. Tras un último vistazo salgo y, justo antes de cerrar la puerta, mis ojos tropiezan con la mesa. Miro la agenda, y por alguna razón que no alcanzo a comprender, entro y me la llevo.

—Después de todo, no he traído nada para leer —digo en voz alta. No sé por qué, pero me suena a justificación.

Las horas siguientes transcurren lentas, espesas, porque no son más que una insoportable espera para poder verla a ella. Almuerzo, paseo por el pueblo… un poco de turismo rural sin demasiado interés. Cuando calculo que su turno debe de estar a punto de empezar, conduzco hacia el hotel, y la espero en el aparcamiento, dentro del coche. Pongo a Diane Krall en el mp3 y las notas de jazz me acarician el alma mientras voy leyendo la agenda. Me siento como un ladrón que rebusca entre los recuerdos de un desconocido. Voy apartando los retazos sin importancia de su vida en busca de algún tesoro. Conforme avanzo van apareciendo cada vez más recordatorios de visitas al médico, hasta el punto en que se suceden con regularidad. Hasta un par de veces, e incluso tres, a la semana. “Primera quimioterapia” leo, escrito con trazo irregular.

—Pobre diablo.

Las cinco páginas siguientes están en blanco. Inspiro profundamente. El ambiente en el interior del coche empieza a estar viciado, así que abro un poco más la ventanilla y disfruto de la bocanada de aire fresco. Ya no me siento un ladrón. Soy un voyeur, un mirón que espía sin permiso la vida de una persona que quizá ya no esté en este mundo. Con la inconfundible sensación de que lo que hago no está bien, paso las páginas en blanco hasta dar con la siguiente escrita. No sé en qué momento ha ocurrido, pero me identifico con la persona que escribe. Empatía. Quiero saber que lo consiguió. Quiero saber que está bien.

“Quiero curarme”

Sólo esa frase. Es lo único que hay escrito, en grandes letras en medio de la página. La mano me tiembla cuando busco el filo de la hoja para voltearla y ver qué más hay, pero algo hace que me detenga. Una estruendosa motocicleta con el tubo de escape agujereado para que haga más ruido se detiene a unos metros de la entrada del hotel. Apago la radio y me dejo caer en el asiento para que no se me pueda ver desde el exterior.

Es ella. Sofía. Viene abrazada a la cintura de un niñato, el que conduce la moto. El típico chulito del pueblo. Me sorprendo al sentir que lo odio con toda mi alma. ¿Qué es lo que ve ella en ese tipejo? Lleva escrito en el rostro ese brillo extraño de los que viven la vida al límite, mirando a los demás por el retrovisor. No me gusta la cara con que ella lo mira, embelesada, mientras ríe alguna estúpida ocurrencia. Aguzo el oído, quiero saber lo que dicen.

—Pues cuidadito con él, que esos se creen que pueden coger todo lo que se cruza por delante suya.

Tiene un tono de voz molesto. Como vendedor sería pésimo.

—Te he dicho que sólo viene para unos días —responde ella sin dejar de reír, a la vez que le hace unas señas exageradas para que baje la voz. Luego mira hacia el coche. Me retrepo aún más en el asiento para asegurarme de que soy totalmente invisible desde el exterior.

—Está en su habitación, porque ese es su coche —continúa. A pesar de que ha bajado el volumen hasta hacerlo casi un susurro, la oigo perfectamente—. Ya te he dicho que no es mi tipo. Tendrías que haberlo visto ayer intentando ligar conmigo. Vaya un personaje.

Se me viene el mundo encima. Están refiriéndose a mí. Los hipidos de la risa contenida de los dos se meten en mis pensamientos. Ella lo besa apasionadamente y luego se despiden. Sofía se queda mirándolo hasta que el endiablado sonido del tubo de escape se pierde en la lejanía. Luego entra en la recepción.

Me quedo en el coche sin saber qué hacer. Paso las páginas de la agenda con la mente en blanco.

“Quiero”

“Quiero”

“Quiero”

De repente deja de interesarme la vida de su anterior propietario. Adelanto las páginas hasta que dejan de estar escritas. Aún así, sigo pasando unas cuantas, para separarme de la vida de esa persona. Cojo un bolígrafo de la guantera, y escribo sin pensar.

“Quiero que la casa esté lista para su venta”

Y desaparecer de aquel condenado pueblo, de su ridícula Hiedra Encantada y de las motos con el escape trucado.

No sé cuánto tiempo pasa hasta que me decido a salir del coche para ir a mi habitación. Me alegro al descubrir que Sofía no está tras el mostrador de recepción. Acelero el paso y doy por cerrado el capítulo con el giro de las llaves que me aíslan por ese día del resto del mundo.

Una buena ducha y un café caliente hacen que el día anterior se diluya como los restos de una pesadilla al ir avanzando la mañana. Al salir saludo a Encarna, que me corresponde con su encantadora sonrisa. Me obligo a no pensar que no tiene punto de comparación con la de Sofía.

Subo al coche, y caigo en la cuenta de que me dejé la agenda abandonada ayer en el asiento del acompañante. Arranco el motor, y me dirijo sin ninguna prisa a la casa… si no hay ningún imprevisto, mi equipo llegará en un par de horas para empezar con las reformas. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos. Durante el camino enciendo la radio, pero no tengo cuerpo para las sensuales melodías de Diane Krall, así que sintonizo una emisora de radio cualquiera y dejo la mente en blanco al ritmo de los éxitos del momento.

—No me jodas.

Acabo de aparcar junto a lo que debía ser la desvencijada verja que rodeaba al desastroso jardín, pero en su lugar me encuentro con la madera recién tratada. La vegetación resplandece con los macizos de flores que han sido plantados siguiendo un diseño magistral, los colores repartidos con la exquisitez de un genio de la pintura. En un acto reflejo, miro a mi alrededor. Es inútil, puesto que es imposible que me haya equivocado, no hay otra casa en kilómetros a la redonda. Atravieso el vergel sin salir de mi asombro. Mis pies se desplazan por la recién estrenada piedra del camino. Subo los tres escalones del porche. La casa parece resplandecer a la luz del sol. No se oye ni siquiera un murmullo cuando camino sobre las tablas que ayer mismo parecía que iban a reducirse a polvo bajo mi peso. El espectáculo que me encuentro al abrir la puerta no tiene nada que envidiarle al del exterior. Todo es perfecto. La pintura de las paredes, los muebles recién comprados, las cortinas… A pesar de que sé que mi equipo de decoradores es el mejor, nunca he visto un trabajo tan cercano a la perfección como el que se despliega ante mis ojos. Con manos temblorosas, marco el número de teléfono del jefe de mi equipo.

—Dime, Víctor —suena al otro lado de la línea.

—¿Cómo lo habéis hecho?

—Ehh… ¿De qué estamos hablando?

—La casa… cómo demonios habéis…

—¿Una casa?  Espera, tomo nota… Un segundo, que cojo un bolígrafo.

No tiene ni puñetera idea de lo que le estoy hablando. Mientras lo escucho remover cosas en busca del bolígrafo, se me agolpan las ideas en la cabeza.¿Por qué intenta hacerme creer que no sabe nada de la casa, si ayer hablé con él y le dí todas las instrucciones? ¿A qué viene este absurdo juego? Y entonces caigo en la cuenta. A pesar de los años que llevamos trabajando juntos, nunca he conseguido tal grado de fidelidad entre la idea que tengo de cómo debe quedar la casa y el resultado final. Lo que tengo ante mis ojos es una copia EXACTA de lo que imaginé ayer. No se puede conseguir algo así a partir de unas escuetas instrucciones por teléfono. Eso sin contar con que es imposible en cuanto a tiempo, materiales, o logística.

Un sudor frío me recorre el cuerpo. En mi cabeza resuena la voz de Sofía.

«En el pueblo dicen que está maldita»

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