TEMPUS FUGIT
—No puedo más…. No puedo más…
Sergio repetía la frase como un mantra. Las palabras ya carecían de sentido, y se refugiaba tan sólo en la musicalidad, no en el significado. El talón del pie que mantenía sobre el acelerador se movía compulsivamente mientras intentaba que el movimiento no se reflejase de forma significativa a la punta de los dedos para que el coche no se desplazara dando saltos. El paisaje que rodeaba a la estrecha y serpenteante carretera de grava era verde y frondoso, y aunque estaba convencido de que el pueblo aparecería tras cualquier recodo, ya no creía que pudiese esperar lo suficiente, así que detuvo el vehículo y lo situó lo más cerca que pudo del borde de la carretera. No existía arcén, pero calculó que había espacio suficiente como para que circulase otro coche, siempre que no fuese demasiado ancho. Una furgoneta o un camión, de ninguna manera. De todos modos, no necesitaba más de un par de minutos, así que no le dio más vueltas, abrió la puerta, salió al exterior y se introdujo entre la espesa vegetación tras pulsar el botón de cierre de la llave y oír el familiar doble pitido que le indicaba que las puertas estaban bloqueadas. El aire era frío en el exterior, y una nube de vaho se le pegó a la boca como el humo del tabaco a la de un fumador. El sol se estaba retirando a su merecido descanso, pero aún quedaban algunos minutos de luz.
—Si me vieran ahora mis alumnos —susurró, abriéndose la cremallera y dando alivio por fin a su vejiga. Mientras lo hacía se dio cuenta de que, de haber esperado a llegar al pueblo y encontrar un bar abierto, se lo habría hecho encima. Suspiró, y con una tranquilidad y un sosiego que minutos antes eran impensables, volvió a la carretera, atravesando de nuevo la verde y fresca hojarasca. En cuanto pisó la grava, sintió que algo no iba bien. No era capaz de definir el qué, pero algo no encajaba. Miró a su alrededor y se sintió como el protagonista de una de esas películas de terror de serie B que tanto le gustaban. «Ahora la cámara muestra el encuadre visto desde las hojas, desde donde él me vigila», pensó, y desechó la absurda idea con un leve escalofrío a la vez que pulsaba en la llave el botón para desbloquear las puertas.
Nada.
Volvió a pulsar el botón de nuevo, con idéntico resultado.
—Pero qué mierda… —masculló, repitiendo la operación una y otra vez sin obtener resultado—. Puñeteras pilas —sentenció, e introdujo la llave en la cerradura para abrir la puerta por el método tradicional, pero a pesar de aplicar una cantidad considerable de fuerza, no consiguió girarla.
—Joderjoderjoder —rezó por lo bajo mientras miraba nervioso a uno y otro lado. De pronto. la idea del asesino oculto entre la vegetación no le pareció tan ridícula. Cogió el tirador de la puerta y, en un gesto desesperado e inútil, intentó hacer presión con los dedos para abrir, ignorando a propósito que el pestillo estaba echado. Sin embargo, no fue capaz de mover el manillar ni un sólo milímetro. —¿Pero qué demonios…? —preguntó en voz alta. Ya no se trataba de que el seguro estuviese echado y no pudiese girar la llave, además era totalmente imposible accionar el manillar de la puerta, como si alguien lo hubiese sellado a propósito con algún pegamento invisible de acción rápida e infinita resistencia.
Lo soltó, y entonces cayó en la cuenta de qué era lo que lo estaba poniendo tan nervioso: el silencio. Un silencio total, absoluto y absurdo. Absurdo porque entre las hojas había miles de insectos que zumbaban tan sólo unos segundos antes. Absurdo porque el viento al entrar entre los recovecos de la vegetación provocaba un incesante susurro que parecía pedirles silencio a esos minúsculos insectos, un silencio que ahora le había sido concedido. Ni el batir de las alas de las moscas y mosquitos, más activos que nunca al atardecer, ni el de las rezagadas abejas, ni el concierto de los grillos. Y más allá de estos diminutos animales, ni el croar de las ranas, ni el piar de los pájaros despidiendo el día, ni el ulular de los búhos saludando a la noche que se acercaba.
Nada.
Absolutamente nada.
Nervioso, dejó de lado la precaución y se acercó a las inmóviles hojas. A pesar de que la razón le decía que allí no había nada que ver, algo en una parte inexplorada de su cerebro le advirtió de que estaría más seguro en campo abierto, bañado por la menguante luz del sol, que entre las tinieblas que proporcionaba la espesa vegetación. A pesar de ello, quiso apartar las hojas con la mano, descubrir qué había pasado con los insectos, asegurarse de que aquella situación era producto de su imaginación y así quitarle todo su poder. Al tratar de mover las hojas sintió como si finas cuchillas le separasen la carne.
Gritó y retiró la mano, y al hacerlo descubrió unos cortes finos y profundos, como hechos con cuchillas de afeitar. Temblando, se alejó de la vegetación mientras buscaba en sus bolsillos algo con lo que vendarse y contener la incipiente hemorragia. Al encontrar el paquete de kleenex maldijo en voz baja el momento en el que el papel sustituyó al pañuelo de tela. Como no encontró nada más que pudiera servirle, ni tampoco estaba muy ducho acerca de qué debía o no acercar a una herida abierta, sacó todos los pañuelos y los apretó contra la mano herida con un gesto de dolor. Los cortes se habían producido principalmente en el canto de la mano derecha —la que había usado para apartar las hojas—, bajo el dedo meñique.
¿Qué lo había cortado así? No había sido capaz de mirar mucho tiempo las heridas, pero sí tuvo la oportunidad de comprobar que había múltiples arañazos, múltiples cortes… decenas de ellos, se atrevería a decir.
Apretó los pañuelos con fuerza contra la mano herida, haciendo caso omiso al dolor con tal de tratar de detener la hemorragia. El papel se estaba tiñendo de rojo, así que decidió quitarse la camisa y vendar con ella la mano herida. Probablemente esa hubiera sido una mejor solución que los pañuelos de papel en primera instancia, pero Sergio nunca había sido demasiado bueno improvisando. Al quedarse con la fina camiseta interior descubrió que, aunque leve, sí que sentía una corriente de aire, la suficiente para erizarle el vello de los brazos.
«¿Por qué demonios no se mueven entonces las hojas?», se preguntó a sí mismo y reunió las fuerzas necesarias para acercarse de nuevo a la vegetación, sin dejar de escudriñar la parte más profunda, anticipando el posible ataque de alguien que hubiera podido estar allí oculto. Ahora con más precauciones, acercó la mano vendada a las hojas, y entonces, atónito, descubrió qué era lo que le había provocado los cortes.
Las hojas estaban inmóviles. Mejor dicho: eran total y absolutamente inamovibles. Cada uno de los matorrales, cada una de las débiles ramitas coronadas de hojas que en condiciones normales hubiese podido apartar con facilidad se mostraban como esculturas orgánicas, imposibles de desplazar ni un sólo milímetro. Eso era lo que le había causado los múltiples cortes; el filo de cada una de las finísimas hojas verdes era como una peligrosa cuchilla de afeitar suspendida en el vacío y sujeta por una invisible y poderosa fuerza que hacía totalmente imposible moverla lo más mínimo. Si en vez de tratar de apartar la hojarasca se hubiese lanzado a mirar tras ella sin pensar, entonces… entonces muy probablemente estuviese en el suelo con la garganta seccionada, desangrándose.
Su corazón se lanzó a una carrera desesperada que al menos podía sentir en sus oídos; algo de sonido en ese mundo inmóvil y silencioso que acababa de descubrir. Aterrorizado, levantó la vista y vio la bandada de pájaros que iba buscando refugio en alguno de los frondosos árboles de la linde del camino ante la inminente llegada de la oscuridad. Flotaban en el aire, tan quietos como cada una de las hojas que lo habían herido, como prehistóricos mosquitos atrapados en una piedra de ámbar. Admiró la geometría perfecta de sus alas extendidas, la estudiada formación en la que se dirigían a la búsqueda de la seguridad de los árboles, y ya no pudo resistirlo más. El mundo se tiñó de negro, y cayó dolorosamente sobre la gravilla de la carretera.
...
La vuelta al mundo no fue tan repentina como su huida de él. Al principio se movió levemente, casi desperezándose, como si en vez de sobre el suelo estuviese sobre su cama, y en lugar de haberse desmayado estuviese despertándose tras una noche de merecido descanso. Cuando intentó abrir los ojos, las primeras escenas fueron confusas: grava gris; hojas secas; árboles… pájaros. Inmóviles, flotando en el cielo.
Se incorporó de un salto, con el corazón de nuevo latiendo con tanta fuerza como nunca antes de ese día lo había hecho. Respirando por la boca en cortos jadeos, descubrió que todo estaba tal como se lo había dejado antes de que su cerebro decidiera desconectarlo por su propio bien. Tan jodidamente inmóvil.
Entonces lo entendió todo: la llave no había dejado de funcionar, pero no podía mover los pestillos que eran tan graníticos como las propias hojas. Por eso tampoco podía accionar los tiradores de las puertas. Miró la llave como si la viese por primera vez. Podía pulsar los botones, y estos se hundían bajo la presión de las yemas de sus dedos. Su ropa también pertenecía al mundo real… de hecho, había podido quitarse la camisa para vendarse la mano, y podía respirar, algo que dudaba mucho que pudiera hacer si la camiseta se hubiera convertido en un corsé de granito. El pantalón también era flexible, gracias a Dios, y eso que él no era en absoluto creyente. Al parecer, todo lo que llevaba encima, todo lo que en mayor o menor medida estaba en contacto con su cuerpo, mantenía su textura normal. Se vació los bolsillos, pero, además de las llaves y el paquete de kleenex que acababa de desperdiciar sólo llevaba el maldito mechero. Tanto tiempo intentando dejarlo, y ahora parecía haber llegado el momento sí o sí, porque el paquete de cigarrillos descansaba en el interior de la inexpugnable guantera. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? No tenía ni idea… había mirado el reloj al bajar del coche y eran las siete menos cuarto de la tarde, y eso a mediados de noviembre equivale a estar a punto de anochecer. Deseó con todas sus fuerzas saber qué hora era, cuánto tiempo había estado sin sentido, pero al salir llevaba las llaves del coche en el bolsillo. «Tenía que haberlas dejado en el contacto, así podría ver desde aquí fuera el reloj del salpicadero», dedujo para sí mismo mientras miraba con expresión ansiosa desde el cristal de la ventanilla el interior del coche. Y entonces el corazón le dio un vuelco. En el asiento del acompañante estaba su móvil, con la pantalla encendida avisando de que Beatriz le estaba llamando. Eran exactamente las ocho menos diez en el país de Nunca Jamás te Moverás, como podía ver justo encima del mensaje que decía «Bea llamando», mientras que en la parte real del mundo, en la que todo se movía, su novia estaba tratando de hablar con él. Aquí, en Inmovilandia, seguirían siendo las ocho menos diez y los pájaros jamás llegarían al refugio de los árboles y las alas de los insectos no volverían a zumbar, y…y Bea no podría hablar con él porque ella era una estatua más en un mundo de estatuas, allá en la ciudad.
Sintió que le faltaba el aire y trató de acompasar la respiración, de relajarse y no perder los nervios. Todo aquello debía tener una explicación, por muy absurda que fuese, aunque a él no se le ocurriese ninguna con un mínimo de sentido.
—¡El pueblo! —gritó—. ¡Tengo que ir al pueblo, buscar ayuda! —insistió, como si tuviera que convencerse a sí mismo. En su pecho anidó la esperanza de que en cuanto encontrase el pueblo todo se pondría en marcha, como un carrusel que vuelve a estar conectado a la electricidad tras un corte de suministro. Se alejó corriendo, sin dejar de mirar cada dos por tres el asiento en el que el móvil seguía congelado en las ocho menos diez, con el aviso de que Bea quería hablar con él, hasta que lo perdió de vista.
...
Las primeras casas del pueblo aparecieron ante sus ojos tras unos cientos de metros de recorrido sinuoso por el intrincado sendero de la carretera de grava. Estaban al otro lado de un pequeño puente que saltaba un insignificante riachuelo que apenas llevaba agua. Se detuvo un segundo a contemplar la corriente. En el mundo sin movimiento parecía pegamento solidificado, el plástico con el que se simula el río en el Belén en Navidad. Una aterradora pregunta se formó en su mente:
¿Qué pasaría cuando tuviera sed?
¿Cómo iba a beber esa sustancia plástica que, además, estaba seguro que no podría mover siquiera? ¿Cómo ahuecar las manos y llenarlas de eso para saciar su sed?
Atravesó el puente sin poder encontrar una respuesta, y a la vez temiendo hacerlo. Porque temía que la respuesta fuese que no podía, que no había forma de beber agua del mundo inamovible, que guardase fuerzas porque de ellas dependería el tiempo que le quedaba, porque tarde o temprano moriría de sed o de hambre a pesar de estar rodeado de agua, a pesar de que las tiendas estuviesen abiertas en el pueblo con los alimentos a su disposición.
Dejó atrás las primeras casas con sus puertas cerradas y accedió a la plaza del pueblo. Allí estaban ellos: personas que en el mundo normal tendrían nombres y apellidos, niños de vitalidad imposible de controlar, el perro que corría tras la pelota de tenis con la lengua fuera, emocionado a la vez que impaciente. Solo que la pelota estaba congelada en mitad del aire, igual que las gotas de baba que brillaban en la lengua del perro. O como el mismo animal, con sus patas, tanto delanteras como traseras, al aire, sin tocar la tierra. La plaza era un inmenso escenario de figuras de cera que parecían reales, pero que no se movían.
Sergio se hincó de rodillas en el suelo, y lloró con amargura. Se preguntó qué pasaría cuando muriera de sed, o de inanición. Si alguna vez el mundo se volvía a poner en movimiento… ¿aparecería su cadáver de la nada en mitad de la plaza del pueblo, en la que los niños jugaban tranquilamente con sus perros? ¿Cómo explicarían a Bea que había aparecido el cuerpo de su novio y que la autopsia determinaba que llevaba muerto, pongamos, cien años? Comenzó a costarle trabajo respirar, y supo que iba a sufrir un ataque de ansiedad, cuando un pequeño insecto salió de entre sus rodillas y se detuvo rascando con sus patas el albero de la plaza. Su cuerpo estaba formado por dos brillantes bolas color azabache con unas gotas de color azul y rojo en la parte superior, como manchas de pintura fluorescente.