SE ARRASTRAN EN LA OSCURIDAD
PRIMERA PARTE
La quinta noche.
Parecía mentira, pero era la quinta noche que pasaba encerrado en aquella casa del infierno. Estaba tirado en el suelo, con la espalda apoyada en la puñetera pared de madera; tenía la boca seca, los labios agrietados, y en algún momento había tenido una ampolla que acabó por reventarse. No se atrevía a pasarse la lengua para comprobar su estado, porque la última vez que lo hizo sintió las costras y el estómago se le contrajo intentando vomitar un contenido que no existía. Aun así, las arcadas lo doblaron por la mitad e hicieron que terminase retorciéndose en el suelo durante unos interminables segundos que le parecieron horas.
Cinco días. Cinco días enteros, con sus correspondientes noches, si es que sobrevivía a aquella. Las noches anteriores había tenido momentos de penumbra, en los que podía adivinar las formas de lo que tenía alrededor. Quizás la luz de la luna llena se colaba por entre las rendijas de las paredes exteriores. O quizás había alguna otra explicación que él no llegaba a comprender. De cualquier modo, lo que quiera que fuese no se estaba repitiendo aquella noche. Aquella noche la oscuridad era total, y lo envolvía con una presencia casi física, hasta el punto de que no sabía si tenía los párpados abiertos o cerrados.
Y eso lo estaba desquiciando.
Sintió de nuevo la necesidad de orinar. Cada vez tardaba más en aparecer la urgencia por vaciar la vejiga. Había leído en algún sitio que una persona no puede vivir más allá de tres o cuatro días sin beber agua, pero que, como método de supervivencia en condiciones extremas, podía llegar a hacerlo dos semanas bebiendo su propia orina. Pero los muy hijos de perra no decían nada del asqueroso sabor ni de como quedaba la lengua después de hacerlo. A pesar de todo buscó a tientas la botella y lo hizo dentro de ella. Luego se levantó lentamente y la colocó junto a la pared. Era aún más asqueroso si lo tomaba caliente; dejaría que se enfriase, pero no podía arriesgarse a darle una patada y vaciarla de forma involuntaria.
Volvió con cuidado hasta su sitio. Allí se sentía a salvo. En breve volvería a oír las cosas que se arrastraban. Suponía que eran ratas… ¿qué otra cosa podían ser? Al fin y al cabo le daba igual mientras no se acercasen a él demasiado. Al menos mientras seguía vivo. Después, que hicieran lo que les viniese en gana. La idea le provocó un escalofrío, y durante unos segundos temió que volviesen las ganas de vomitar, pero no fue así.
Tanteó el suelo hasta dar con lo que buscaba. El móvil. El maldito teléfono móvil, con las barras de cobertura al máximo, riéndose de él. Era un modelo antediluviano, de los que te provocaban un esguince de muñeca por el simple hecho de intentar levantarlo. El hijo de puta de Marvin había desconectado de alguna manera el teclado, por lo que sólo podía recibir llamadas. Sólo había dejado operativo el maldito botón de descolgar.
Las doce y veinte de la noche, se podía leer en grandes números negros sobre la diminuta pantalla retroiluminada. La batería estaba todavía a más de la mitad de carga, después de cinco días allí encerrado. Si hubiese sido su smartphone se habría quedado sin batería al segundo día. Pensó con un escalofrío que él se descargaría mucho antes que la batería del móvil. Como respondiendo a sus pensamientos se oyó un susurro, algo que se arrastraba al fondo, al otro lado de la habitación. Podría girar el móvil hacia allá, intentar iluminar levemente aquella zona, pero le daba miedo que la realidad de lo que pudiera ver lo asustase más que lo que su imaginación le sugería.
De pronto el móvil sonó con una música estridente. Lo que quiera que fuese que se arrastraba al otro lado de la habitación se escabulló con un sonido resbaladizo. Miró la pantalla. Número desconocido. No era Marvin. ¡No era Marvin! ¡A lo mejor quedaba esperanza! Si conseguía hablar con alguien… con quien fuese… si pudiera explicarle lo que estaba pasando… Las manos le temblaban tanto que temió que el móvil se resbalase entre ellas. Durante unos segundos fue incapaz de aplicar la fuerza necesaria para descolgar, pero por fin lo consiguió.
—Hola… ¡Hola! —casi gritó.
—Hola.... creo que me he equivocado de número —dijo la voz de hombre al otro lado de la línea. La voz que hablaba desde el mundo real, desde la seguridad. La voz que estaba a años luz de distancia de la casa abandonada en medio de ninguna parte con las puertas y las ventanas atrancadas.
—¡No! ¡No cuelgue por favor! —suplicó Kevin— ¡Necesito su ayuda! ¡Estoy atrapado!
Silencio al otro lado de la línea. ¿Había colgado? No. Dios no podría permitirlo. Estaba seguro de que si el hombre había colgado, se volvería definitiva e irremisiblemente loco. No habría marcha atrás.
—¿Qué le sucede, amigo? —se oyó al otro lado de la línea.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡No cuelgue, por el amor de Dios! ¡Estoy atrapado! ¡Llevo cinco días encerrado en una casa, sin comer ni beber nada! —Obvió a propósito el tema de los chupitos de orina, no creía que fuese conveniente mencionarlo en la primera cita. —¡Por favor, necesito que llame a alguien… a la policía… a una ambulancia!
—Tranquilícese, amigo —dijo la voz que separaba la cordura de la demencia—. Creo que puedo ayudarle…
—¡No se vaya! ¡Por favor, no se vaya! —suplicó de nuevo. Durante un instante sólo se oyeron golpes, como si el hombre estuviese corriendo para entregar el móvil a otra persona.
—¿Hola?
Una nueva voz. También de hombre. ¿Conocida? ¿Por qué le resultaba conocida?
—¡Hola! ¡Por favor, necesito ayuda! —repitió una vez más Kevin.
—Yo también, cabronazo —escupió la voz del teléfono—. ¿Has recordado ya dónde pusiste mi dinero?
—¿Marvin? ¡Marvin, asqueroso hijo de puta!
Al otro lado de la línea se oyó una risa histérica.
—¿Qué te ha parecido la idea? ¡Pensé que llamar desde el teléfono de Michael en vez de hacerlo desde el mío le daría un poco de vidilla a todo esto! ¿Qué tal te va?
Silencio.
—Te llamaba para decirte que ahora hace exactamente ciento diez horas que te dejé en la casa. Te he enviado un Telepizza para celebrarlo, pero no ha encontrado el camino, y al final me ha dejado la pizza a mí. Pepperoni con delicioso queso fundido y una cola helada. ¿Te apetece?
Las tripas le rugieron como respuesta a la perfecta imagen que su cerebro había diseñado para la ocasión. Esperó que el móvil no hubiese sido capaz de captar el sonido. No quería darle esa satisfacción.
—Te he dicho un millón de veces que no sé dónde está tu dinero, Marvin. Lo dejé en casa mientras las aguas volvían a su cauce, como me dijiste. Y desapareció. No sé quién se lo ha llevado.
—Peeeeero lo sabrás —canturreó Marvin—. Estoy seguro que unos cuantos días más meditando en soledad te ayudarán a recordar. O al menos a darme algún nombre.
—Vete a la mierda —dijo, y arrojó el móvil al suelo. La pantalla se mantuvo encendida durante unos instantes y luego se apagó. A la mierda Marvin.
Era un encargo sencillo. Tan solo tenía que guardar unos días en casa la mochila. Las palabras exactas de Marvin fueron “hasta que las aguas vuelvan a su cauce”. Ya lo había hecho otras veces: guardaba unas semanas la mochila y a cambio recibía unos cuantos miles de euros. Que no era legal, saltaba a la vista, pero a él le importaba una mierda. No sabía lo que había en las mochilas, y por lo que a él respectaba, el desconocimiento del contenido lo eximía de comerse un marrón. Hasta que llegó la maldita última mochila. No estaba bien cerrada, y vio el fajo de billetes. Aun así, consiguió resistir unos cuantos días antes de caer en la tentación. Fajos y más fajos de billetes de quinientos euros. Si iba con pies de plomo podría retirarse. Conocía a un tipo, que conocía a otro, que estaba muy metido en el tema de las partidas de póker. Sin límite de apuesta. Él era un crack, jugaba a todas horas por internet, e incluso había ganado algún que otro torneo. Nada importante, pero si cogía uno de esos fajos, lo podría multiplicar por diez en una sola noche.
No lo multiplicó. Al contrario. Perdió el primer fajo en la primera noche. Ahora no tenía más remedio que seguir jugando para recuperar el dinero, y cruzar los dedos para que Marvin no le pidiese la mochila antes de que lo consiguiera reponer. Luego voló un segundo fajo. Y otro. Y otro. En menos de una semana, la mochila estaba tan vacía como sus posibilidades de salir indemne del lío en el que se había metido. El resto, tan solo era historia. Marvin no era como los mafiosos de película, no iba a golpearlo, ni a torturarlo hasta sacarle la verdad. Lo hizo más sutilmente. Lo llevo a en medio de ninguna parte, a una puñetera casa abandonada que había pertenecido durante décadas a su familia, y lo había dejado allí. Lento, pero mucho más limpio que la tortura.
Lo malo es que no había nada que decir. No existía nada de su dinero. Cero. Bueno, casi cero… aún quedaba el último billete de quinientos, el que guardó en su calcetín. Tanteó con sus manos temblorosas, y lo notó allí, arrugado.
El billete de la suerte, había pensado cuando se lo guardó.
Ja.
Marvin lo sacó a rastras de su casa. Ni siquiera le permitió cerrar la puerta. ¿Puede que hubieran regresado ellos a cerrarla luego? No era muy probable. Si su casa llevaba cinco días y casi cinco noches abierta, no iba a quedar mucho cuando volviese. Sintió un escalofrío. Cuando volviese. Marvin nunca lo iba a dejar salir de allí con vida. Nunca, a menos que le devolviese su dinero. Y eso era imposible. Marvin no sabía que su dinero había volado, y por eso aún estaba vivo. La cosa que se arrastraba se movió de nuevo en la oscuridad, y Kevin sintió como el pánico hacía que se le encogieran las pelotas.
El móvil.
El móvil salvador, que le permitiría disfrutar de unos segundos de penumbra si encendía la pantalla. No quería saber que era la cosa que se arrastraba, pero se estaba acercando demasiado. Quizás pudiera asustarla. Estaba unos centímetros por delante de él… pero… ¿cuántos? No conseguía situar dónde había dejado de ver la luz de la pantalla cuando lo arrojó contra el suelo, desesperado por la llamada de Marvin. Se puso de rodillas y gateó sólo unos centímetros. Maldita sea. Llevaba cinco días enteros encerrado en aquella asquerosa habitación y todavía no le tenía cogidas las dimensiones. Aunque la casa seguía sumida en la oscuridad también de día, porque no había ni un mínimo resquicio por el que pudiera intentar huir, era una oscuridad distinta, que permitía adivinar el contorno de las cosas. Tras cinco días de no ver la luz del sol, era perfectamente capaz de hacer un ranking de niveles de oscuridad. La oscuridad en la noche era mucho peor, impenetrable. Y en la de día no había cosas que se arrastrasen. Cosas peligrosas.
Como para darle la razón, sus dedos tocaron algo cálido. Desagradablemente cálido. Y a continuación, sintió un lacerante dolor en los dedos.
—¡AAAAH! ¡HIJA DE PUTAAAA! ¡ME HAS MORDIDOOO! –gritaba, más por el pánico que por el dolor. Un líquido caliente y viscoso le resbalaba por la muñeca.
Sangre.
No le dolía, pero sangraba como nunca le había sangrado ninguna herida. Ni siquiera cuando se hizo aquél feo corte al caer de la moto. Buscó con la mano sana y se arrancó un faldón de la camisa ayudándose de los dientes. Mantuvo el trozo de tela sujeto de la misma manera y lo enrolló como pudo alrededor de los dedos, sintiendo en la boca el sabor metálico de la sangre.
Al acabar, soltó un suspiro de alivio. Seguro que seguía sangrando, pero ahora el tejido se estaría empapando y no le resbalaba por la muñeca. Y tarde o temprano la hemorragia se detendría. Tenía que hacerlo. Iba a necesitar que le pusieran la antitetánica. Y la antirrábica. Cuando Marvin llamara de nuevo se lo diría. Seguro que lo iba a comprender, o las cosas llegarían demasiado lejos… podría morir de tétanos… o de rabia. ¿Cómo demonios se moría uno de alguna de esas enfermedades? No tenía ni puñetera idea, pero si llegaba el momento, seguro que sería un buen alumno, y aprendería enseguida.
Se imaginó a sí mismo en el centro de salud, respondiendo a las preguntas de la enfermera.
«No sé cómo me lo hice. Estaba encerrado en una casa a oscuras. Pero le aseguro que lo que me mordió era cálido. Asquerosamente cálido».
—¡Os dije que esperaseis! —gritó de repente a la oscuridad— ¡Teníamos un trato! ¡Nada de ir a por mí mientras estuviese vivo! ¡Hijas de puta!
Comenzó a dar patadas a ciegas, totalmente fuera de sí. En una de ellas golpeó algo blando, que salió lanzado contra la pared y se aplastó contra ella con un repugnante sonido viscoso para luego resbalar en silencio hasta el suelo. Se adivinó un murmullo durante unos segundos, y luego un millar de diminutas pisadas en la dirección desde la que había llegado el sonido. Después, los chillidos. Chillidos agudos, estridentes, guturales, que se fueron apagando poco a poco hasta sonar como el gas que sale de una espita, con fuerza al principio, y luego lentamente hasta apagarse.
«Dios… la están devorando...» pensó, y sintió una nueva arcada que lo hizo doblarse y casi caer de rodillas. Sus ojos adquirieron voluntad propia y giraron a su aire bajo los párpados apretados. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no desmayarse. Estaba seguro de que la sangre las atraería; si se dormía, cuando despertase de nuevo ellas estarían jugueteando con sus intestinos, peleando por quedarse con la mejor parte.
No les iba a dar ese gusto.
Esta noche ya habían cenado, y mañana Dios diría. Tenía todo un día por delante para acabar con la resistencia de la maldita puerta de la habitación. Tras cinco días de patadas empezaba a acusar los golpes. Al día siguiente iba a echar el resto. Ahora que las cosas que se arrastran habían probado su carne, no le darían tregua ni una noche más, estaba seguro. Tan seguro como de que al día siguiente la puerta cedería por fin.
Estiró los brazos por delante, y caminó hasta dar con la pared contraria en la que estaba sucediendo el banquete caníbal. Apoyó la espalda, y esperó. Y la noche dio paso al día.