AIRE DE PIMIENTA
—¡Hombre, Alberto, qué alegría conocerte por fin en persona! ¡Se me hace raro verte en tres dimensiones!
La persona que le estrechaba efusivamente la mano era tan pequeño y de complexión tan delgada que de espaldas casi se le hubiera podido confundir con un niño, si no fuese por la calvicie que hacía tiempo había dejado de intentar disimular. A pesar de ella, se dejaba el pelo más largo de la cuenta, y eso hacía que acabara convertido en una maraña de caracolillos engominados que iba a morir en el cogote, dándole un aspecto casi ridículo, que contrastaba con la seriedad del traje gris marengo que vestía.
—Igualmente, Luis —dijo Alberto con una sonrisa forzada—. Después de tanta videoconferencia empezaba a creer que no eras una persona real. Y eso que hemos tenido oportunidad de coincidir en alguna de nuestras multitudinarias reuniones, pero unas veces por tí y otras por mí…
Alberto era el polo opuesto a Luis. Alto, de complexión fuerte y tez morena, lucía un flequillo —peinado con pulcritud, eso sí— que le tapaba la frente y era a todas luces la envidia de su compañero de trabajo. Vestía también un traje, como obligaban las normas de la empresa, de un gris varios tonos más oscuro que el de Luis.
—Bueno, ahora nos vamos a ver tanto tiempo que acabaremos el uno harto del otro —bromeó Luis—. Toma posesión del cargo —dijo con una sonrisa, a la vez que le abría la puerta del que iba a ser su nuevo despacho desde aquel preciso instante, y al menos durante los próximos meses. Lo que Luis no podía imaginar era que del informe que presentara su recién llegado compañero iba a depender en gran medida el que la sucursal permaneciese abierta o cerrara sus puertas de forma definitiva.
Tras la inevitable avalancha de ofrecimientos por parte de Luis para solventar cualquier duda, llegando incluso a rayar el servilismo, Alberto pudo sentirse por fin a salvo tras el parapeto de las puertas acristaladas de su recién estrenado despacho. Desde su mesa podía ver el puesto de trabajo de Luis, quien tras la efusividad de la bienvenida parecía ahora absorto tras la pantalla de su ordenador. Al otro lado de la oficina se encontraba la mesa de Ana, que hacía las veces de secretaria y administrativa; una chica rubia, menuda, y demasiado guapa para ser del agrado de Carmen. Al pensar en ella sacó el móvil del bolsillo y pulsó la opción de rellamada.
—¿Ya estás? ¿Todo bien? —preguntó una voz aterciopelada, pero con un fondo firme que le confería una innegable autoridad. Así era Carmen: dulce a la vez que inflexible.
—Sí, todo en orden. Un poco cansado después de la hora y pico de coche, pero ya me iré acostumbrando. Al fin y al cabo, voy a hacer el mismo camino dos veces al día, trayecto de ida y trayecto de vuelta.
—Te dije que lo más lógico era trasladarte allí durante la semana. Tenemos sábado y domingo para hartarnos el uno del otro… pero es que cuando decides no dar tu brazo a torcer… Ya el tiempo me dará la razón, en un par de semanas te veo cargando tus trajes para el hotel…
—Bueno, siempre lo has tenido tú más claro que yo —se defendió con desgana Alberto. Su flamante relación con la dama de hielo no pasaba por su mejor momento, y estaba casi convencido de que una separación, aunque fuese mínima, abriría las puertas a una más que posible ruptura.
—¿Qué tal la gente? ¿Bien?
—Bueno… a Luis le ha faltado bajarse los pantalones y ofrecerme el culo. Y eso que no imagina a lo que he venido… supongo que quiere caerle bien al ojito derecho del jefe, eso es todo. Sabe que en unos meses volverá a ser el gallo del corral y quiere que las referencias que le lleguen al excelentísimo sean las mejores posibles… Y tú qué tal, cómo ha empezado el día… —preguntó sin apenas entonación, más por cortesía que por verdadero interés.
Como si Luis hubiese podido oír la conversación anterior, asomó la cabeza por detrás de su monitor y, al descubrir que Alberto lo estaba mirando, lo saludò con una estúpida sonrisa de oreja a oreja. Alberto respondió al gesto con una sonrisa forzada y desvió la mirada.
—Aún es pronto, pero en una hora tengo reunión con el equipo de diseño. En el número de la semana pasada la foto de uno de los anunciantes tenía tan poca resolución que salió borrosa, y no hemos podido cobrarle, evidentemente. Alguna cabeza tendrá que rodar, estoy decidiendo la de quién…
—Tú tan sensible como siempre —bromeó Alberto. Tanto en la alta costura como en las finanzas, no había sitio para las segundas oportunidades: si eres bueno sigues, y si no lo eres dejas paso a alguien que sí lo sea…
—Ja, ja —soltó ella con sarcasmo—. Voy a tener la misma piedad que tú con ese tal Luis, te lo noto en la voz.
Alberto no pudo evitar sorprenderse por cómo lo conocía aquella mujer. Había captado el grado de animadversión que le provocaba su compañero incluso antes de que él mismo fuese consciente de ello. Abrió la boca para defenderse, pero ella continuó sin darle tiempo a meter baza.
—¿A qué hora llegarás esta tarde?
—Esta noche, más bien… saldré de aquí sobre las siete, así que calcula las ocho y media, más o menos… ¿por qué?
—Para saber a qué hora tengo que largar a mi amante —bromeó ella.
—Perra —le respondió con media sonrisa—. Te dejo, voy a ver si hago algo por ganarme el sueldo.
—Venga, nos vemos a la vuelta. Un beso.
—Igual.
Colgó, y se quedó un rato pensativo. Aquello había sido cualquier cosa menos una conversación entre enamorados. Llevaban ya un par de años de relación, y lo único que faltaba en el guion era la parte del sí quiero. Una parte que no les apetecía abordar a ninguno de los dos. Al fin y al cabo, ya hacían todo lo que hace un matrimonio, incluyendo lo del fin de la pasión e inicio de la rutina. Se obligó a dejar de pensar en ello y se sumergió en la maraña de datos que vomitaba la pantalla de su ordenador. Tras varias horas de análisis e investigación, lo único que obtuvo en claro era lo que ya sabía: aquella sucursal era un agujero negro de pérdidas en el floreciente panorama de superavit global de la empresa. O ponía toda su experiencia y sus conocimientos con el único objetivo de reflotar aquello, o la suerte del negocio estaba echada y su fatal destino sellado.
****
—¿Qué tal el camino? ¿Se hace muy pesado? —preguntó Luis mientras ponía todo su empeño en cortar a trozos un humeante solomillo de aspecto delicioso. La mañana había pasado en un suspiro, y no había habido manera de hacerle entender que por mucho que no conociese el pueblo, prefería comer en el McDonalds antes que soportar su compañía más allá del horario laboral. Y en esas estaba Alberto, saboreando el plato de sopa de tomate mientras su compañero ya estaba casi a punto de encarar el postre tras haber engullido el plato de sopa y estar haciendo lo propio con el solomillo. Por si no fuese ya de por sí bastante evidente su papel de lameculos, había esperado a que Alberto pidiera para pedir exactamente lo mismo, sin dejar de alabar su buen gusto. En ese punto de la comida, Alberto había decidido que, o se desconectaba, o lo mandaba a tomar por donde no da el sol sin pensar en las consecuencias.
—¿Perdón?
—El camino. Que si se te ha hecho muy pesado.
—Ah… bueno, no demasiado. La carretera no es mala, pero tomar el mismo camino dos veces al día acabará por quemarme, supongo…
—Yo tomaría el atajo a la vuelta, te ahorrarías casi quince minutos… si eres de corazón valiente, claro…
—¿A qué te refieres?
—El atajo… espera, verás…
Luis sacó un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta y accionó el botón superior que hacía que la punta se ocultara o se mostrase. Cogió la servilleta y se quedó un segundo bloqueado —Mierda… es de tela… ya verás lo que nos va a costar el almuerzo...—murmuró—. ¿No tendrás un pañuelo de papel, verdad?
—Sí, claro, pero no entiendo el qué… —murmuró mientras ofrecía a Luis el paquete de Kleenex mentolados. Éste lo cogió sin responder, y sacó uno de los pañuelos. Un inequívoco aroma a menta sobrevoló por encima el olor de la comida y, tal como había venido, se difuminó en unos instantes hasta convertirse en un recuerdo.
—Mira… ahora cuando salgas, este es el camino que vas a tomar… —dijo, mientras dibujaba un par de imprecisas líneas casi paralelas que trataban de representar la carretera de acceso a la autovía. En dos puntos casi equidistantes del centro dibujó dos desastrosas circunferencias—. Esto son las dos rotondas, la última es la que lleva a ese tramo interminable de un solo carril que acaba en la incorporación a la autovía…
Acompañó la última explicación dibujando una línea delgada entre las dos paralelas y al acabar se le quedó mirando, esperando un gesto o una palabra que le indicase que sabía de qué estaba hablando.
—No he pasado nunca, pero lo he visto en Google maps…
—Vale… pues en esta primera rotonda, a los pocos metros de rodearla para seguir hacia la otra, hay una desviación que lleva a un camino de servicio… ése es el que tienes que coger. Transcurre paralelo al principal unos metros y luego hace un codo de casi noventa grados que sale a la autovía en poco más de trescientos metros. Te ahorrarás un buen tramo, tanto en distancia como en tiempo…
Alberto se quedó unos instantes esperando a que siguiera, pero Luis era odioso hasta para hacerse de rogar.
—Peeeero… —le animó a seguir con un gesto nervioso y repetitivo de la mano. A Luis se le veía encantado con su papel protagonista. Sonrió y se metió el tenedor con los tres últimos trozos de solomillo pinchados uno tras otro, esforzándose por mantenerlos en la boca mientras los masticaba a toda prisa. Estaba convencido de haberse ganado a Alberto con el maravilloso primer día de trabajo que le estaba brindando. Ahora se ofrecería a pagar la cuenta de ambos, y aunque le supusiera un buen bocado a su menguante presupuesto, sería la guinda que coronaba el pastel. Iba a tenerlo comiendo de su mano hasta que se volviese a las oficinas centrales.
En el otro lado de la ecuación, Alberto había despejado cualquier duda que hubiera podido tener. Iba a presentar el informe más desfavorable de la historia. A lo mejor ni siquiera esperaba a volver a las oficinas. Quizá esa misma noche se pusiera en contacto con el jefe. No quería a Luis a menos de cien metros de distancia. No lo podía soportar.
—...pero pasan cosas raras —acabó por fin Luis después de engullir la carne sin acabar de masticarla del todo.
—¿Raras?
—Fantasmas...fuerzas invisibles… yo que sé. Lo llevo oyendo desde siempre….
—No lo dices en serio… —suspiró Alberto mirándolo sorprendido a la vez que levantaba una ceja. Por si le hubiese quedado algún mínimo atisbo de duda, Luis acababa de autoproclamarse oficialmente tonto del culo.
—A ver, a ver… que no quiere decir que yo lo crea… es lo que dice la gente. De hecho a un lado del camino vive Venancio, uno de nuestros clientes… Las veces que he ido a visitarlo, nunca he visto nada raro —se excusó.
—¿Vas a visitar a la gente? ¿Qué eres, el cobrador del frac? —preguntó con una cierta dosis de mala leche, sin levantar la vista del plano que había dibujado su compañero en el kleenex. Luis comenzó a tartamudear a la vez que le subía el color de la cara. Por fin algo le alegraba el día a Alberto. Sonrió, y se le quedó mirando manteniendo la sonrisa de oreja a oreja, a la espera de una respuesta.
—Es… es uno de nuestros clientes más antiguos… el hombre está tratando de traerse a su hijo y a su nuera de Alemania, y todo el dinero que puede conseguir es poco… nos ha pedido varios préstamos, y ahora está a punto de embarcarse en otro. He preferido ir a hablar con él en persona un par de veces que se ha retrasado en los pagos en vez de enviarle la carta… me parecía una pu… innecesario —se excusó.
Alberto bajó la vista y la posó de nuevo en el plano.
—Bueno… pues esta noche pasaré cerca de la casa de Venancio… tendré que memorizar el camino por si me toca a mí visitarlo un día de estos… eso si sobrevivo a los fantasmas, claro está —soltó con sarcasmo, y se recreó en la situación sin dejar de mirar el plano, disfrutando del mal rato que estaba haciendo pasar a Luis.
******
Como ya había supuesto que iba a ocurrir, Luis insistió hasta la saciedad en no permitirle pagar el almuerzo, y él no le puso demasiados impedimentos. El resto de la tarde lo pasó inmerso en una avalancha estadística; estuvo casi tres horas buceando entre informes, abriendo y cerrando carpetas en la pantalla de su PC y creando otras nuevas en las que organizar la información de la mejor manera posible, hasta que unos golpecitos en el cristal de la puerta rompieron su concentración.
—Veo que vas a acabar con todo el trabajo atrasado el primer día, ¿no? —dijo Luis asomando la cabeza—. Ana y yo nos vamos…
—Y yo también —contestó mirando el reloj—. No me había dado cuenta de la hora que es, y ahora me espera el dichoso camino de vuelta…
—Hazme caso y coge el desvío, no te vas a arrepentir…
*****
Alberto llamó a Carmen justo antes de arrancar el coche para avisarle que se ponía en camino. No era una costumbre que tuviese pensado hacer perdurar en el tiempo, pero por ser el primer día prefería no darle motivos de preocupación. Al salir de la primera rotonda, vio al fondo la desviación hacia el camino de servicio y comprobó que llevaba casi diez minutos de retraso respecto a sus previsiones. «Qué demonios» pensó, y dio un volantazo que lo sacó del asfalto y lo metió de lleno en un camino rugoso, que hizo que el coche se convirtiese en una máquina de masaje en la que vibraba hasta el retrovisor. Si la carretera principal ya de por sí apenas tenía tráfico, el carril de servicio estaba completamente desierto. Tras unos treinta metros en paralelo con la carretera, el camino se separaba de ella en un ángulo de cerca de noventa grados que hizo que Alberto tuviese que pisar el freno hasta casi detener el coche para evitar salirse al trozo de terreno que hacía las veces de arcén. En la incipiente oscuridad, el camino se perdía entre olivos que se agolpaban a ambos lados, y que, a la luz de los faros parecían aparecer de repente, como espectros retorcidos a los que la luz artificial hubiese pillado por sorpresa. De repente, la escasa luz ambiental se apagó haciendo que dependiese únicamente de la que generaba el coche. El sol se había despedido hasta el día siguiente en su camino hacia el otro lado del globo, llevándose consigo los últimos retazos de luz que aún conseguían filtrarse a duras penas por los recovecos de las montañas en el perfil del horizonte, pero a Alberto le dio la impresión que una gigantesca sombra se cernía sobre él, una inmensa mano esquelética, muerta, que le haría pagar caro el que se hubiese atrevido a reírse de Luís y de las leyendas de la zona. Comenzó a notar que un terror inenarrable tomaba el control de sus actos, pasando por encima de su capacidad de raciocinio sin darle la más mínima oportunidad de defenderse. Tuvo que apretar el volante con fuerza para evitar el temblor de sus manos, cuando, entre los olivos, vio la casa por primera vez. Decir que estaba en ruinas era ser bastante misericorde con su aspecto. El tejado aparecía derruido, como si un látigo inmenso lo hubiese golpeado dejando cortes casi limpios en la estructura. Las ventanas colgaban de sus marcos en ángulos imposibles como jirones de piel en el cuerpo de un cadáver devorado por los cuervos. La pared mostraba quemados desconchones por casi toda su superficie, que dejaban a la vista el ladrillo antiguo que se había usado en su construcción. Alberto detuvo el coche y bajó la ventanilla para respirar una bocanada de aire fresco; el ambiente en el interior del coche se había vuelto febril, irrespirable. Pero al contrario de lo que esperaba, el aire del exterior era denso, extraño… sintió que algo le picaba en la garganta, como si hubiesen diminutas partículas de pimienta flotando en el ambiente. Detuvo el coche justo enfrente de la casa, y se bajó sin sacar las llaves del contacto. La sola idea de quedarse a oscuras hizo que sintiese escalofríos.
—Venancio… qué cabrón eres, Luis —dijo en voz baja—. Espero que no me hayas mentido también y que el atajo salga a la autovía y no quede cortado…
Así que su compañero le había preparado una novatada. Bien por él. Después de todo el día lamiéndole el culo, aquello le había pillado por sorpresa. No estaba dispuesto a perder ni un minuto más en aquella broma absurda, y además no se encontraba del todo bien, así que volvió a ponerse al volante. Tenía la boca seca, pastosa, como si le hubiesen echado polvos de talco en la lengua. Metió primera y el coche comenzó a desplazarse con lentitud a medida que iba levantando el pie del embrague, con la vista fija en la casa que se reflejaba en el retrovisor. Tosió, y al hacerlo sintió como si algo le rascase en la parte más profunda de la garganta.
—Joder con el aire sano de los pueblos —dijo en voz alta mientras manoteaba en busca de algún caramelo olvidado en la guantera, sin apartar la vista del camino. Entonces fue cuando vio al niño gris salir con su paso inseguro al porche de la casa, y se olvidó del picor en la garganta, del caramelo, de la precaución y de lo estrecho que era el camino. Pisó a fondo el acelerador, y dio gracias al cielo cuando, apenas un par de minutos después, el atajo volvió a unirse a la carretera y ésta desembocó en la autovía. El resto del camino lo hizo con la ventana abierta a pesar de ir a casi ciento cuarenta kilómetros por hora. El aire que entraba por ella era fresco, puro, no como el que rodeaba a la casa. Y la luna llena teñía de un celeste blanquecino desde lo más alto del cielo el paisaje que desfilaba a toda velocidad por las ventanillas. Una luna llena que, aunque fuese una idea absurda e imposible, no estaba allí durante el tiempo que estuvo detenido junto a la casa.
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—¡No me tomes por idiota! ¡Hace ya mucho rato que esto dejó de tener gracia!
El Alberto que gritaba de forma desaforada en mitad de la oficina no tenía nada que ver con el de la imagen que le devolvía el espejo cada mañana. Aquél tenía la mirada serena e inteligente y un aspecto impoluto; éste tenía el rostro congestionado, con los tendones del cuello marcados como cuerdas de guitarra. El flequillo se movía arriba y abajo al vaivén de sus exagerados gestos, quedándose pegado en algunas partes con el sudor de la frente. Claro que el Alberto de todos los días, por regla general, no pasaba la noche entera sin pegar ojo, tosiendo. Ni mucho menos había visto el fantasma de un niño salir de una casa derruída.
—Cálmate, por favor —le suplicó Luis poniéndole la mano en el pecho. Estaba acostumbrado a lidiar con personas que se encontraban en situaciones extremas, a punto de perderlo todo, de ser desahuciados, así que creía estar preparado para controlar a su compañero, fuera lo que fuese lo que se hubiera metido esa mañana con el desayuno. Ana estaba blanca como la pared, y lo único que le faltaba era esconderse bajo la mesa, así que su prioridad en ese momento era sacarlo de allí antes de que a la chica le diese un ataque.
—¡No me pidas que me calme, joder! —gritó a la vez que le apartaba la mano con malos modos. A pesar de ello, le permitió que lo dirigiese hacia el exterior sin demasiada resistencia. El sol y los últimos rezagados que caminaban con paso apresurado para intentar llegar a tiempo con sus hijos al colegio tuvieron un efecto balsámico.
—Te repito que no es ninguna broma —insistió Luis una vez dedujo que la situación ya estaba casi controlada. Sin darle tiempo a Alberto a rebatir, le enseñó las llaves del coche, y zanjó la discusión de la manera más coherente—. Vamos a aclarar este malentendido de una puñetera vez.
Alberto sintió un leve escalofrío cuando Luis tomó la curva de casi noventa grados que desembocaba en el camino de gravilla junto a la casa derruida. A la luz del sol los olivos eran tan sólo olivos y el camino no era en absoluto tan asfixiante como él lo había sentido la noche anterior. Cuando vio la casa aparecer entre los árboles, Luis detuvo el coche y lo acercó al borde del camino lo suficiente como para no molestar en el improbable caso de que otro vehículo pasara por allí.
—Venancio no es una persona demasiado sociable —explicó—. Es mejor que nos vea llegar con tiempo antes que atosigarlo aparcando en la puerta.
Alberto, que sabía perfectamente que allí no vivía nadie, le siguió el juego mientras decidía si partirle la nariz en cuanto decidiera acabar con su estúpida broma o esperaba a llegar a la oficina. Al salir del coche casi esperaba que el aire oliese a pimienta, pero no fue así. Su compañero comenzó a caminar hacia la casa y él le siguió con paso inseguro. Desde aquella situación, el tejado no parecía partido como lo había visto él horas antes. Cuando vio las ventanas verdes en perfecto estado y la pared de un blanco cegador, su corazón se lanzó a una carrera desenfrenada y apretó los dientes para que no le temblase la mandíbula.
—No es posible —balbuceó.
—¡Venancio! ¿Cómo estamos? —saludó en voz alta Luis, acompañando sus palabras con un gesto de la mano. El anciano que acababa de salir al porche parecía tan viejo como la vida misma. Su rostro era un mapa de carreteras labrado por las innumerables jornadas de trabajo en el campo bajo un sol inclemente. Y a pesar de los años y el trabajo que curvaban su espalda, parecía fuerte como un roble.
—Hombre Luí. No vendrá a cobrarme ná, que nosotro estamo en pá, ¿no?
—No, hombre, no se preocupe usted, estamos en paz, sí —sonrió—. Tenemos un nuevo compañero en la oficina y he aprovechado que pasábamos por aquí para presentárselo.
Luis hizo un gesto hacia Alberto, pero éste, en vez de responder a la mano extendida de Venancio con un apretón, siguió mirando hacia la casa con la vista perdida y el rostro desencajado. Él había pasado por allí hacía tan sólo unas horas, reconocía el sitio, sin duda. Pero todo estaba destrozado, sucio, envenenado. No como ahora. Ni el mejor equipo de restauradores podía haber realizado un trabajo tan perfecto en tan poco tiempo. Sintió que la cabeza le daba vueltas y las piernas se le doblaron. De no ser por Luis, hubiese acabado dando con sus huesos en el suelo.
—Muchacho, que está blanco como la paré. Pasa padentro que te dé un vaso de agua y te sienta un rato.
—Muchas gracias, Venancio, es usted muy amable —respondió Luis con esfuerzo, deseando soltar a Alberto en una silla; si hubiese llegado a perder el conocimiento, y dada la evidente diferencia de envergadura entre ambos, hubiera sido incapaz de sostenerlo.
El comedor era muy fresco en comparación con el ambiente del exterior, tanto que Alberto sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Desde varios mundos de distancia, oyó como su compañero le daba las gracias de nuevo al hombre, esta vez por el vaso de agua.
—Anda, bebe un poco, que vaya susto me has dado —le ordenó—. Ya parece que estás recuperando el color.
—No lo entiendo. De verdad que no lo entiendo —susurró después de apurar a sorbos todo el agua del vaso.
El propietario de la casa los miraba sin tener idea de qué era lo que estaba pasando. Alberto se levantó de la silla y, tras comprobar que ya era de nuevo dueño de sus actos, se dirigió hacia Venancio. Siempre había sido reacio a creer en fantasmas, pero después de lo que había vivido la noche anterior necesitaba saber. Para su mente analítica, acostumbrada a lidiar con miríadas de datos cuantificables, era prioritario cerrar esa puerta a lo intangible, a ese mundo oculto que no podía convertir en números con los que rellenar tablas que luego pudiesen ser analizadas para obtener conclusiones.
—Venancio, perdone usted el espectáculo —dijo, todavía con voz insegura, estrechándole, ahora sí, la mano—. Creo que he tenido una bajada de tensión. Ayer noche pasé por aquí camino a la autovía y me pareció ver algo… raro.
—¿Raro? ¿Qué le parece raro a usté? Por aquí es normá vé jabalíes u otro animale que bajan del monte de vé en cuando por la noche… ¿no sería eso?
—No, no me refiero a eso… me pareció ver… ¿un fantasma?
Ni él mismo creía lo que acababa de decir. Esperaba cualquier reacción del viejo menos la que sucedió realmente.
—Ya l’han contao la historia los del pueblo… Mire usté, aquí el único fantasma que hay, es el que se inventa tó las chalauras esas… ¿No ve usté que si hubiera algún fantasma por aquí yo lo habría visto? ¡Que he vivío aquí to mi vida, por Dió!
—Bueno, bueno, no se sulfure usted, Venancio —intervino Luis al ver que al hombre se le empezaba a agotar la paciencia. Ya me lo llevo yo para el pueblo y le cuento la historia por el camino —dijo, mientras agarraba a su compañero y lo llevaba a la puerta de la calle, no sin que éste ofreciese cierta resistencia —. ¡Muchas gracias por su amabilidad!
El coche abandonó el camino de grava y se incorporó a la autovía. Un par de kilómetros después, tomó el cambio de sentido que lo puso de nuevo rumbo al pueblo. Durante todo ese trayecto, el silencio reinó en el interior del vehículo. Tuvieron que pasar unos minutos aún antes de que Alberto lo rompiera.
—Vamos a ver… ¿en serio viste algo? —preguntó Luis. Si bromeaba, no daba desde luego la impresión de que fuera así.
—¿Tengo aspecto de estar bromeando? —preguntó, sin poder borrar de su mente aquella pequeña figura que se había asomado al porche de la casa que estaba derruida la noche anterior, y en perfecto estado esta misma mañana.
Luis se mantuvo unos instantes con la mirada fija en la carretera. Una vez pasada la hora de entrada en el colegio y de inicio de los trabajos, eran pocos los coches que se movían en uno y otro sentido.
—Verás… la historia del fantasma de la casa de Venancio lleva unos años dando vueltas por el pueblo… todo empezó con un chaval que pasó con su moto por delante de su casa una noche… iba con su novia, ya te imaginas lo que podían estar buscando entre los campos… La cuestión es que fueron contando lo mismo que tú, que habían visto la casa en ruinas, no se qué de un niño…
El coche tomó la última rotonda, la que daba ya al acceso al pueblo. Alberto se dio cuenta de que Luis titubeaba, de hecho incluso le pareció ver que durante un segundo le temblaba el labio como si quisiera seguir hablando pero hubiera decidido no hacerlo en el último instante.
—Vamos, suéltalo.
—¿Eh?
—Que lo sueltes, ibas a decir algo más y te has parado en seco…
—Es que es una gilipollez…
—¡Vamos, joder! ¿A estas alturas vas a estar con miramientos, cuando te pasaste ayer todo el día haciendo el imbécil? —gritó Alberto, y fue una especie de liberación. Cargó la frase con toda la rabia que había ido acumulando durante todo el interminable primer día de trabajo y lo que llevaba de la mañana de éste, y la vomitó sobre el objeto de su frustración.
Decir que a Luis le sentó como un jarro de agua fría quedaría bastante lejos de la realidad. Fue como si una mano invisible cortase de un tajo todos los músculos de su cara. La piel pareció desplazarse hacia abajo. Frunció el ceño. los labios se curvaron en una mueca y una mirada de rabia le encendió los ojos. Frenó de golpe, justo delante de la puerta de la oficina, con tanta violencia que si Alberto no hubiese llevado el cinturón de seguridad abrochado se habría estrellado contra la luna delantera.
—¿Quieres saberlo? ¿De verdad quieres saberlo? —preguntó Luis clavando sus ojos en los de Alberto, y antes de continuar sonrió con malicia, como si en vez de soltar un cuento de viejas estuviese a punto de echarle una maldición—. Murieron. Los dos chavales murieron poco tiempo después de ver al fantasma. El chico y su novia pasaron sus últimos días obsesionados con el niño que salía de la casa, y luego murieron de algo raro. Ningún médico fue capaz de descubrir qué los había matado. Qué maldita enfermedad. ¿No querías oír el cuento de Halloween completo? Pues ahí lo tienes. Y ahora valora tú mismo si estás empezando a obsesionarte con el tema, porque puede que si es así, más pronto que tarde acabes tú igual que ellos.
—Yo…—balbuceó Alberto sin saber qué decir. Aunque lo que su compañero acababa de contarle fuese un cuento de brujas, que a todas luces lo era, no podía dudar acerca de lo que había visto la noche anterior. Sobre el niño no cabía duda alguna.