SU MEJOR AMIGO
«Carlos, necesito que me ayudes. Es un asunto muy serio. Por favor, ven a casa lo antes posible».
Vaya un mensajito en WhatsApp. Si es una broma, desde luego no tiene puñetera gracia. Pero bueno, así son las pamplinas de mi amigo Jorge. Habíamos quedado en el centro para disfrutar de la Semana Santa “alternativa” de Málaga. Ninguno de los dos es muy religioso, para qué nos vamos a engañar, pero cualquiera le dice que no a salir de marcha una semana entera hasta las tantas de la madrugada, con las calles a tope de gente con ganas de fiesta. Es lo que tiene el sobrepasar a duras penas los diecisiete años.
Y en eso estaba: disfrutando del ambiente nocturno del centro. De hecho, llevaba ya media hora esperándolo cuando me ha llegado el dichoso mensaje. Por supuesto, he intentado responderle, pero el tío está sin conexión. Ni aparece en el móvil el símbolo de mensaje entregado, ni se digna a responder a mis llamadas. He perdido la cuenta de las veces que le he dicho que anule el maldito buzón de voz. Debería pasar de él, dejarlo tirado, y ver qué absurda explicación se le ocurre mañana… pero yo soy así, no puedo evitarlo. Así que allá voy, camino de su casa, alejándome cada vez más de las zonas abarrotadas. Al fondo veo pasar un trono, con su paso solemne al ritmo de tambores y trompetas. No tengo ni puñetera idea de qué cofradía se trata.
Tardo casi veinte minutos en llegar, y no pierdo ni uno de ellos tratando de imaginar qué se le ha ocurrido ahora. Pulso el botón del portero electrónico sin mucho convencimiento. Son casi las doce y media de la noche, y no sé si sus padres tenían plan de salir o si va a caerme un puteo por despertarlos. Me abre la puerta sin decir nada y cuelga, dejándome con la palabra en la boca. Muy bien. Mientras subo en el ascensor hasta la séptima planta, recuerdo cada una de sus bromas pesadas, en las que he ido picando una y otra vez. Sería muy largo detallarlas ahora una a una, pero la más memorable fue aquélla en la que me convenció de que su vecino de enfrente había matado a una chica, al más puro estilo Hitchcock. En aquella ocasión acabé llamando a la policía y haciendo un ridículo espantoso. El cabrón se lo pasó en grande.
Salgo del ascensor y me dirijo hacia la puerta con la intención de pulsar el timbre, pero antes de que me dé tiempo a hacerlo, Jorge abre y, de un tirón, me mete dentro de la casa. Tiene la cara desencajada, y el rostro cubierto de sudor. O de agua, claro. De momento decido seguirle el juego.
—Qué mierda te pasa, tío… habíamos quedado en el centro —le pregunto sin apenas entonación, sabiendo que con ello le doy pie a empezar su historia.
—¡Tío, esto es muy fuerte! ¡Tienes que ayudarme! ¡TIENES QUE AYUDARME! —grita, histérico. Debo reconocer que la actuación bien le podría valer un Goya. Sin darme tiempo a preguntar de nuevo, me arrastra hacia su habitación. Allí, encima de una silla, se encuentra el objeto de su nueva broma.
—Un capirote de nazareno —digo, incrédulo. No se parece a ninguno que haya visto antes. No tiene un color fácil de definir… es algo parecido a un marfil sucio, con brillos tornasolados que se mueven por su superficie—. ¿De dónde lo has sacado? —es lo único que se me ocurre preguntar.
—Estaba en la calle, tío… No sé por qué lo cogí… ¡NO TENÍA QUE HABERLO COGIDO! —me grita, mientras se aprieta la frente con fuerza, simulando una fuerte jaqueca. El tío es bueno, no lo voy a negar, pero esta vez no voy a dejarme liar—. Tienes que ayudarme a destruirlo, yo no puedo… Me lo probé, tío, y me ha hecho algo… Ahora lo oigo dentro de mi cabeza. ¡LO HE INTENTADO, PERO NO PUEDO DESTRUIRLO!
—Vale —digo, tomando aire y soltándolo poco a poco—. Pues lo rompemos y nos vamos… con la tontería ya es casi la una de la mañana. —Me acerco al capirote con la intención de cogerlo, pero Jorge me detiene con un nuevo grito.
—¡NO! No lo toques, tío… No debes dejar que entre en contacto con tu piel. Hay que quemarlo. Voy a coger cerillas, y le prendemos fuego… Sí, eso haremos, vamos a pegarle fuego.
Sale atropelladamente de la habitación en dirección a la cocina. Está fuera de sí, y me deja junto a la versión orgullo gay del capirote de nazareno. Vamos a ver, está claro que lo ha hecho para que lo coja, y reconozco que no puedo aguantar la curiosidad aunque termine saliéndose con la suya. Lo cojo por la punta del cono, esperando mancharme las manos con algún tipo de tinta, pero no es así. Lo inspecciono por el interior y, acercando la nariz, lo huelo con cuidado. Tampoco hay rastros de polvos pica-pica. En la cocina, Jorge sigue con su representación, rebuscando escandalosamente en los cajones.
—Vale… de perdidos al río —digo en voz alta, y me coloco el capirote. Espero unos segundos, y no pasa nada. No mancha, no pica, no huele mal. ¿Pegamento? No. Compruebo que puedo moverlo sin problemas. Decidido a acabar con la historia, salgo de la habitación sin quitármelo, y voy hacia la cocina.
Lo primero que veo es la sangre. Está por todas partes. El suelo parece estar por completo impregnado de ella.