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INVASORES DE LAS PROFUNDIDADES

UNO

 

Un viaje a París puede ser lo más romántico del mundo o, por el contrario, una mierda como una casa. Por desgracia para Víctor, el mayor de los hijos del matrimonio formado por Ernesto y Lola, consistía en esto último. Para celebrar su vigésimo aniversario de boda la pareja había decidido repetir su viaje de novios, pero en esta ocasión acompañados por sus tres criaturitas: Víctor, de dieciocho años, Silvia, de dieciséis, y el pequeño Ricardo de sólo tres (nunca conseguiréis que sus padres reconozcan que su llegada al mundo, con sus hermanos ya tan mayores y con ellos tan fuera de la onda del tema pañales y noches sin dormir, fue un desliz, pero os aseguro que así fue).

De este modo, con más ilusión por parte de unos que por la de otros, los cinco se encontraban en la Ciudad de la Luz, donde habían pasado los dos días más aburridos de la vida de Víctor. Una vez se extinguió la chispa de los primeros momentos, el viaje pasó a convertirse en una visita sin fin a museos y monumentos típicos. La torre Eiffel, el Louvre, Notre Dame… todos iban pasando ante sus ojos como un aburrido documental de La 2. Víctor necesitaba acción: una visita al estadio Parque de los Príncipes, el Moulin Rouge, o la adrenalina sin fin de Disneyland París. Al menos le habían prometido al pequeño que el último de los cinco días sería única y exclusivamente para él, por lo que la visita al parque temático estaba asegurada.

Tras un segundo día tan agotador (y para Víctor tan deprimente) como el primero, los cinco acababan de bajar las escalinatas del metro en la estación de Trocadero, cerca de la torre Eiffel, y estaban buscando el andén por el que debía pasar el tren que los dejaría a muy pocos metros de su hotel. Eran más de las doce de la noche, y Ricardito se había quedado dormido en los brazos de su madre, agotado. La verdad era que, a esas horas, los interminables y laberínticos pasillos del metro de París eran, cuanto menos, poco tranquilizadores. Cada vez se veía menos gente, y los que se movían por los oscuros recovecos lo hacían en grupos que reían y hablaban a voces. Los pocos rezagados que iban quedando, solitarios, aceleraban el paso y se miraban con desconfianza al cruzarse con alguno de los transeúntes habituales de los subterráneos.

—El que construyó estos túneles tenía muy mala leche —dijo Víctor—. Vaya un laberinto.

—Sí, seguro que lo hizo para fastidiarte —se burló su hermana.

—Ya salió la sabihonda —se defendió el mayor de los tres hermanos.

—Haya paz —intervino su padre—. Vamos a ver, ¿dónde se supone que está el dichoso andén? —preguntó, cogiendo al pequeño de los brazos de su madre para dejarla descansar. El niño, si notó el cambio, no dio muestras de ello—. ¿Cuál de vosotros era el que se manejaba con el francés?

—Ella, ella —dijo Víctor, con segundas—. Es toda una experta.

—Capullo —le soltó Silvia por lo bajo, dándole un puntapié. Si sus padres notaron el doble sentido que buscaba Víctor, no lo exteriorizaron—. Vamos a ver… —dijo la joven acercándose a uno de los carteles informativos—. A droite.

—¿Cómo? —preguntó Ernesto.

—A la derecha, papá —aclaró Silvia. El cartel estaba en varios idiomas además del francés, entre los que se incluía el español, así que no necesitaba traducción, pero ella aprovechó el momento para lucirse.

—Vale. Pues vamos a apretar el paso, que no sé si éste es más pesado despierto o dormido —dijo Ernesto refiriéndose a su hijo pequeño.

No habían recorrido ni cien metros cuando el pasillo desembocó en un solitario andén.

—Espero que no haya pasado el último tren —dijo Ernesto a su mujer—. ¿Qué te pasa? Te noto muy callada…

A Lola no le dio tiempo a contestarle, porque apenas había terminado de formular la pregunta cuando el tren apareció por entre las penumbras del túnel, cortando en seco el inicio de la conversación. La luz que parpadeaba en la parte superior de la cabina confirmaba que aquel era el último de la línea nocturna.

—¡Venga, todos a bordo! —dijo Ernesto en cuanto la puerta deslizante se abrió.

La familia al completo se acomodó en el interior del vagón, que habría estado vacío de no ser por un sucio mendigo que daba cabezadas luchando contra el sopor en el extremo contrario al de la puerta, pegado a la pared. Una roñosa boina de un color indeterminado —que se parecía levemente al gris— descansaba sobre su cabeza, encasquetada hasta llegar casi a la altura de los ojos. Tras unos segundos, el tren emprendió la marcha. Víctor quiso preguntar a su padre cuánto duraría el viaje hasta el hotel, pero al girar la cabeza descubrió que el mendigo lo miraba fijamente. Se sintió incómodo y, con un bufido de desaprobación, se giró hacia la ventana justo a tiempo de ver desaparecer el andén al introducirse el tren en el túnel. El exterior se convirtió en una repetitiva cadencia de luces que se sucedían a un ritmo cansino, tanto que Víctor tardo poco en caer en un sueño intranquilo.

 

DOS

 

—¡Al suelo! ¡Al suelo!

El grito hizo que el ritmo del corazón de Víctor sonara como un detector de metal colocado sobre las campanas de la catedral de Burgos. Somnoliento, y sin saber muy bien qué estaba pasando, sintió que algo se le enganchaba de la pierna y lo arrastraba hasta el suelo del vagón.

—¿Pero qué…? —comenzó a protestar, pero la cara de pánico de su hermana Silvia cortó la frase en seco. Estaba bajo el asiento y tenía el dedo índice colocado sobre los labios, en un claro gesto que le pedía (suplicaba) silencio. Era como una versión inquietante del cartel de los centros hospitalarios, en los que una agradable enfermera, con una relajada sonrisa, aconseja que no se hable en voz alta. Pero ni ella sonreía, ni su cara aparecía relajada; al contrario, estaba tensa, aterrorizada.

Silvia lo arrastró junto a ella tirando de su ropa.

—¿Qué pasa? —susurró él.

—¡Calla! —respondió ella de manera casi inaudible.

Víctor iba a preguntarle una vez más qué sucedía cuando oyó el ruido. Era algo que no se parecía a nada que hubiese oído con anterioridad. Un sonido acuoso, como si se golpease el suelo con una bolsa llena de una pasta espesa, pero húmeda, seguido de otro de arrastrar. La combinación de ambos helaba la sangre en las venas. Giró el cuello todo lo que pudo, que no era demasiado debido a la extraña postura que tenía bajo el asiento, y entonces lo vio. Aunque con total seguridad hubiera deseado no hacerlo. Un extraño ser, del que sólo alcanzaba a ver la parte inferior, provocaba los sonidos líquidos. Era como una bolsa de gelatina amarillenta, de la que surgían dos cortos apéndices a modo de piernas que le permitían desplazarse por el pasillo del vagón. Dentro del cuerpo de la criatura flotaban restos de aspecto orgánico. Parecía que el ser se iba volviendo menos espeso hacia su interior, hasta llegar a un punto en el que se licuaba por completo. Cada paso hacía retumbar el suelo del vagón, y era acompañado del siniestro chapoteo. La criatura se movía con una lentitud exasperante, como si pesara varias toneladas, y aunque no alcanzaba a ver el resto del cuerpo, pensó que era probable que fuese así. Tuvo que contener el aliento cuando pasó a escasos centímetros del lugar en el que se ocultaban ambos, y pudo descubrir qué era lo que provocaba el repugnante sonido. La criatura de gelatina llevaba colgando el cuerpo del vagabundo tras de sí. Lo tenía agarrado por las piernas, mientras que la espalda y la cabeza arrastraban por los paneles metálicos, con los brazos laxos tras de sí. Si hubiese albergado alguna duda acerca de si aquel pobre desgraciado estaba vivo  o muerto, se le aclaró al instante al quedar casi cara a cara con los ojos abiertos del vagabundo. Ahora ya no le resultó incómodo que le mirase, porque aquellas pupilas sin vida miraban hacia algo que no estaba al alcance de nadie que perteneciese al mundo de los vivos. Por el contrario, en esta ocasión, aquellos ojos le provocaron un terror tan intenso que quiso gritar con todas sus fuerzas.

Evidentemente, no lo hizo.

La cosa siguió con su lento caminar y su cadencia de sonidos acuosos hasta que llegó al final del vagón. Entonces soltó al vagabundo. Lo que sucedió a continuación fue tan horrible que Víctor supo que lo acompañaría en sus peores pesadillas hasta el fin de sus días. La criatura se movió con dificultad hasta situarse sobre el cuerpo y se sentó sobre él. O al menos, eso es lo que pareció. Los apéndices que le servían como piernas desaparecieron y toda la superficie de su parte inferior quedó en contacto con el suelo. El vagabundo, como si hubiera sido succionado, pasó al interior del cuerpo gelatinoso. Durante unos instantes se vio difuso, como una imagen contemplada a través de un cristal ambarino, translúcido. Luego, pasó a la parte interna del cuerpo de la criatura, donde flotó en el líquido, ingrávido. La boina que le cubría la cabeza se separó y ascendió con lentitud, dejando al descubierto unas finas hebras de pelo blanco que apenas cubrían la calva del hombre, y que se movieron como algas en una escena de un documental submarino. De repente, la boina comenzó a moverse. Al principio, de forma casi imperceptible y luego con violencia, como pasta en agua hirviendo, y fue expulsada.  En un instante la boina estaba en el interior del cuerpo, y en el siguiente volaba por el vagón hasta estrellarse con un sonido repugnante contra el suelo, a pocos centímetros del escondite de los chicos. Una baba burbujeante de color amarillo recubría toda su superficie, y Víctor supo qué era lo que ocurría: la criatura había expulsado al exterior lo que no podía (o no quería) digerir. Como para darle la razón, un nuevo sonido acuoso precedió a la expulsión del resto de las ropas del mendigo, que quedaron de la misma manera repartidas por el suelo. Cuando miró de nuevo, vio al vagabundo, totalmente desnudo, comenzando a descomponerse en lo que quiera que fuese el líquido contenido en el interior de aquella cosa. La visión de su piel llenándose de horribles ampollas fue más de lo que pudo soportar y apartó la vista. Por fortuna para Silvia, ella no tenía ángulo de visión para contemplar el horrendo espectáculo, lo que le ahorraría muchas noches en vela en el futuro… si es que conseguían escapar de aquello. Tras unos segundos que le parecieron horas, se oyó un estridente sonido metálico y la puerta voló hacia el interior del vehículo. Un último chapoteo indicó que aquella monstruosidad había abandonado el vagón.

Silvia y Víctor se quedaron quietos por un tiempo que les pareció una eternidad. Apenas se atrevían a respirar. Víctor hizo acopio de toda la fuerza de voluntad que pudo reunir y se arrastró con cuidado fuera de su escondite. Silvia intentó retenerlo, angustiada, pero él la tranquilizó con un gesto. Asomó la cabeza hacia el pasillo y comprobó que, salvo los restos textiles que aquella cosa había expulsado, todo estaba en orden. Con cuidado de no hacer el más mínimo ruido, se acercó a la ventanilla y lo vio alejarse hacia el extremo del tren que se perdía a su derecha, dejando un rastro de baba parecido al de los caracoles, que resplandecía bajo el tenue brillo de las luces de emergencia del túnel.

Víctor se arrodilló y ayudó a Silvia a salir de su escondite, e hizo la pregunta que temblaba en el interior de su garganta.

—¿Dónde están papá, mamá y el nene…? ¿Esa cosa…? —No se atrevió a seguir.

—No lo sé, maldita sea… no lo sé —respondió ella con un hilo de voz—. Creo que nos quedamos dormidos… me despertó el ruido de ese hombre forcejeando con… con… eso. ¿Qué era, Víctor? ¿Qué era esa maldita cosa?

—A mí no me preguntes… pero es lo más asqueroso que he visto en mi vida, te lo aseguro —respondió, recordando la escena que su hermana se había ahorrado contemplar—. Nada de esto tiene sentido… ¡no estamos metidos en un maldito videojuego, joder! Esto… ¡eh, ya lo tengo! —dijo, agarrándola con fuerza por ambos brazos y arrastrándola hacia él de forma que quedaron cara a cara—. ¡Es un sueño! ¡No es más que eso! —gritó, fuera de sí—. ¡Me he quedado dormido en el vagón, y cuando despierte os reiréis de mí por haber estado hablando en voz alta!

—¡Me haces daño, Víctor! ¡No es un sueño! ¡Y deja de gritar, joder! ¡No sabemos si ese bicho está aún por aquí! —respondió Silvia, forcejeando para intentar liberarse de la tenaza de su hermano.

—¡Ja! ¡No existe ningún bicho! ¡No es posible! —añadió él, cada vez más fuera de sí.

Con todo el esfuerzo del mundo, Silvia consiguió liberar uno de sus brazos y le cruzó la cara con una sonora bofetada, que resonó en el silencio que reinaba en el vagón como el restallar del látigo de un domador de leones. En la mejilla del muchacho se dibujó con claridad la mano de su hermana con los dedos extendidos, como un extraño tatuaje de tono rojizo. Víctor se tambaleó, pero no por la fuerza del golpe, sino por la dura realidad que traía consigo. Todo aquello estaba sucediendo de verdad. Por muy increíble que pareciese.

—Lo… lo siento —dijo Víctor, bajando la vista, avergonzado.

—No pasa nada, petardo —le respondió Silvia acariciándose la zona del brazo en la que su hermano la había atenazado—. Yo tampoco he sido muy delicada —lo justificó señalándole la cara en la que la marca del bofetón era cada vez más evidente. Luego hizo una pausa, y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¿Dónde están todos, Víctor? Por favor, dime que no les ha pasado nada —suplicó.

En el mundo normal no eran muy habituales las muestras de cariño entre ambos, pero tampoco lo eran las criaturas gelatinosas devora-hombres. Víctor la atrajo hacia sí y la envolvió en un abrazo protector. Por primera vez en su vida sintió que tenía que protegerla, que tenía que asumir el rol de hermano mayor.

—No te preocupes —trató de calmarla—. No sé dónde están, pero desde luego no les ha atrapado esa criatura. Fíjate en el suelo.

—¿Qué? —preguntó Silvia mirando los restos de la ropa del vagabundo que estaban esparcidos por el suelo del vagón; y entonces cayó en la cuenta—. Sus ropas no están aquí.

—Eso es —asintió él—. A esa cosa no le gustan los textiles. Si los hubiera cogido, toda su ropa estaría por aquí tirada. —Víctor no permitió que el germen de la imagen de su hermano pequeño flotando en el interior del cuerpo de la criatura, disolviéndose en sus jugos, tomase forma en su mente. No estaba seguro de poder soportarlo.

—¿Pero entonces… dónde están? Papá no hubiera consentido dejarnos solos por nada del mundo —añadió Silvia.

—No sé… todo lo que imaginemos no serán más que conjeturas. Quizá tuvo que proteger a mamá y a Ricardito… estoy seguro de que no tuvo más remedio.

El silencio se hizo entre ambos. El ambiente era agobiante. Con el tren parado en medio del túnel, el aire no era precisamente fresco y puro.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.

—Buscarlos. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Silvia miró por la ventanilla a través del cristal. Veía poca cosa más que su imagen reflejada pero, en cualquier caso, la penumbra del exterior no era en absoluto más apetecible que la claridad que los tubos fluorescentes proporcionaban en el interior del vagón.

—Sólo saldremos fuera cuando no quede otra opción —dijo Silvia—. Seguro que papá, mamá y el peque están escondidos en alguno de los otros vagones —aseguró, aunque era más un ruego que una afirmación.

—Claro… verás como es así —la apoyó el chico—. ¿Hacia dónde vamos? ¿Izquierda o derecha?

—Bueno… el bicho venía de allí… así que espero que ellos estén en la dirección contraria.

Dicho y hecho, ambos se dirigieron hacia el lugar por el que la criatura abandonó el tren. Evitaron con todo el cuidado del mundo pisar las ropas del vagabundo, pero Silvia rozó sin querer con el pie el rastro de babas que el ser había dejado. La punta de plástico de la zapatilla deportiva —que se había puesto para moverse con comodidad por las calles de París—, comenzó a burbujear casi instantáneamente.

—¡Silvia! ¡Quítate la zapatilla! ¡Rápido! —ordenó Víctor.

La chica se agachó lo más lejos que pudo del rastro de babas e intentó desanudar los cordones. Las manos le temblaban sin que lo pudiera evitar, y el lazo se le resbalaba entre ellas una vez tras otra. Mientras, el ácido continuaba su camino por las entrañas del plástico en dirección a su piel.

—¡No puedo! ¡Ayúdame!

—¡Joder, venga ya! —insistió él, viendo que aquellas babas más corrosivas que el ácido, capaces incluso de disolver el plástico, iban a acabar lamiendo la piel de su hermana. Se arrojó sobre ella e intentó quitarle la zapatilla a las bravas, sin desanudarlas.

—¡Ay! ¡Me haces daño!

—¡Lo siento! —respondió él, y tiró aún con más fuerza.

La zapatilla salió disparada justo a tiempo. Los dedos del pie de su hermana estaban enrojecidos, a pesar de no haber llegado a tener contacto directo con lo que quiera que fuese aquel residuo.

—Buf… ha faltado poco… gracias —dijo ella, acariciándose los dedos. Miró hacia la zapatilla con preocupación, temiéndose que iba a tener que hacer el camino a la pata coja.

—Espera, voy a ver qué tal está —dijo Víctor, que parecía haberle leído el pensamiento. Se acercó a la zapatilla y la recogió del suelo con todo el cuidado que pudo. La baba había llegado al final del plástico, y se mostraba como un repugnante pero inofensivo charco sobre el suelo del vagón. Él sabía que no había nada más lejos de la realidad. Inspeccionó con cuidado los bordes del agujero en la zapatilla. No parecía que quedase ningún residuo, pero a pesar de ello se arriesgó a tocarlos con los dedos antes de devolvérsela a su hermana. Por suerte estaban limpios. Aquel inocente gesto podía haberle costado vivir el resto de su vida con muñones en el lugar que antes ocupaban sus dedos.

—Toma —le dijo—. No va a quedarte como para participar en un desfile de modas, pero al menos podrás correr si es necesario —añadió sin poder evitar un escalofrío.

Silvia se puso la zapatilla. Sus dedos asomaron por el agujero, recordándole lo que podía haber pasado. Sacudió la cabeza y se acercó a su hermano.

—Vamos. Por nada del mundo me voy a acercar de nuevo a esa asquerosidad.

Con cuidado, pasaron junto a la puerta que daba al exterior. Había sido arrancada de cuajo, y del marco caían goterones de baba en las zonas en las que éste había estado en contacto con el ser. Silvia pidió a Dios no tener que atravesarla mientras aquella sustancia corrosiva siguiera allí. Extremando las precauciones, pasaron al vagón siguiente.

—Oh… Dios… mira eso —dijo Víctor, que iba en primer lugar. El suelo del pasillo del siguiente vagón estaba alfombrado por decenas de prendas de vestir.

—No… no —gimió Silvia; escondiendo el rostro entre las manos, empezó a llorar con amargura.

—Vamos, vamos —dijo Víctor abrazándola de nuevo y haciéndose el fuerte—. Tenemos que comprobar que ahí no hay ropas que nos resulten familiares…

Silvia asintió tragándose las lágrimas, y comenzó la más extraña ronda de reconocimiento que se haya visto jamás.

—¿Ves algo? —preguntó Víctor.

—¿Te acuerdas de la ropa que llevaban puesta? —preguntó Silvia—. No me suena que sea nada de esto. Al menos, no lo que hay en la parte de arriba… es imposible inspeccionar las de debajo sin tocar la baba…

—Papá y mamá llevaban ropa cómoda… el vestido de mamá era oscuro… ¿color burdeos, puede ser?

—Sí, es verdad —asintió la chica—. El burdeos. Y papá llevaba los vaqueros y el jersey gris oscuro… ¡Y Ricardito la sudadera de Toy Story!

—¡Eso es! Nada de eso está aquí… ¡Eso es muy bueno! ¡Vamos al siguiente vagón!

Eufóricos, pero a la vez temiendo ver entre las ropas del suelo algo conocido, los hermanos fueron recorriendo los vagones. En la mayoría de ellos había montones de ropa. Otros estaban casi vacíos. Pero en ninguno estaba el vestido burdeos ni la sudadera de Disney. Encontraron varios pantalones vaqueros, y un par de jerséis que podían haber sido el de su padre, pero se agarraron con uñas y dientes a que, al ser prendas muy comunes, no demostraban nada en absoluto. No podían manipular las ropas porque estaban empapadas con aquella baba, y ya habían visto el efecto que producía sobre los plásticos. Y Víctor, aunque quisiera borrarlo de su memoria, también había visto el efecto que hacía sobre la carne.

—Es el último vagón ya —dijo él—. No entiendo dónde pueden haberse metido.

—Por lo pronto me conformo con no ver su ropa tirada por ahí… eso puede significar que aún están bien —respondió Silvia.

—Sí, pero si se han visto obligados a huir… ¿por qué no han vuelto a por nosotros? —preguntó él.

—Prefiero no buscar una respuesta coherente a eso —respondió ella, no queriendo pensar en la más lógica: no habían ido a buscarlos porque no habían podido hacerlo, porque estaban…

De pronto, se oyó un golpe tras ellos. Instintivamente, ambos saltaron hacia el frente y estuvieron a punto de caer sobre la baba corrosiva.

—¿Qué… qué mierda ha sido eso? —preguntó Silvia.

—Es… ¡el baño! ¡Hay alguien encerrado en el baño! —dijo Víctor mientras corría hacia la puerta. La golpeó con la palma de la mano varias veces—. ¡Eh! ¿Quién hay ahí? —preguntó.

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