top of page

INFINITO

A Carlos le gustaba curiosear en los puestos del mercadillo. La mayoría de las veces volvía a casa con las manos vacías, pero otras conseguía alguna joya con la que engrosar su nutrida colección de tebeos antiguos, o un caramelito, como él los llamaba: un comic que, aunque no le llamase la atención, podría vender con facilidad en Internet y sacarse así unos eurillos extra que luego, indefectiblemente, volvería a reinvertir en más tebeos.

Aquella mañana no tenía pinta de convertirse en algo memorable, pero al menos Rodrigo había aceptado acompañarlo a cambio de una cerveza bien fría cuando acabasen.

Rodrigo era un buen tipo.

Informático, pero bueno a pesar de ello.

—Qué coñazo, ¿no? —dijo mientras hojeaba con desidia un tebeo ajado de Roberto Alcázar y Pedrín que parecía haber sobrevivido a un tsunami, en el enésimo puesto que visitaban.

—Desde luego que te voy a invitar a acompañarme otra vez enseguida —le respondió Carlos con un tono a medias entre fastidiado y divertido—. Debes ser el único informático de la humanidad que no es un friki redomado.

—Buf… es que si al menos fueran de superhéroes. A mí la verdad es que El guerrero del Antifaz no me pone demasiado —dijo, soltando el tebeo y cogiendo otro, tan estropeado como el anterior, que mostraba un hombre blandiendo una espada con una gran cruz en el pecho, oculto tras una máscara—. Un cristiano matando moros de tres en tres. Cualquiera publica eso hoy en dí… Eeeh, espera… ¡por fin algo mueve mi corazoncito! —exclamó, y se lanzó casi en plancha a por un montón de revistas que no estaban demasiado estropeadas.

—¡Milagro! ¿Qué has encontrado? —bromeó Carlos.

—Fíjate… ¡esto es prehistoria de la informática! —le respondió agitando ante sus ojos un puñado con tres o cuatro revistas bajo la atenta mirada del vendedor, que parecía estar curtido en el noble arte de evitar que le robasen el género delante de sus narices—. ¿A cuánto están éstas, jefe? —añadió a voces sin dejarlo meter baza.

—A cuatro euros cada una, amigo —le respondió el vendedor con un inconfundible acento andaluz sin quitarle ojo de encima, no demasiado convencido de que el trato fuese a llegar a buen fin.

—Diez euritos por todo y cerramos el trato ahora mismo —soltó, agitando mano en alto un billete pegado con cinta adhesiva. A pesar de su mal aspecto cumplió su cometido, y el vendedor extendió la mano con un gesto de resignación. Al fin y al cabo había encontrado las revistas en el contenedor azul la noche anterior.

—Retiro lo dicho. Eres muy friki —sentenció Carlos divertido ante el ansia con el que pasaba las páginas.

—¡Microhobby, tío! ¡Esto es un clásico! ¡El puñetero Spectrum!

—Como si me hablaras en chino… exactamente igual.

—¿De verdad no te suena? Amstrad, Commodore, MSX…

—Sigue, sigue, que lo estás arreglando.

—Los primeros ordenadores, tío. Quien no tenía uno de estos en casa no era nadie… ¡leían los programas desde una cinta de casete, imagínate! ¡Esperar media hora para jugar un rato, y eso si no salía error de carga a última hora!

—Joder… no eres tan viejo como para haber vivido esos tiempos, tío…

—No, pero habla con mi hermano, que ronda los cincuenta. ¡Todavía guarda uno en su casa que funciona! Lo va a flipar cuando vea las revistas.¿Sabes que los diez euros que me acaban de volar eran los que guardaba para las cervezas? —cambió de tema de repente— Invitas, ¿no?

—Anda que tienes una cara que te la pisas. Invito, qué salida me queda —respondió con resignación.

*****

Dos días después, Carlos estaba en casa estudiando para los exámenes de la Facultad de Filosofía, cuando sonó el móvil. El nombre de Rodrigo flotaba sobre la silueta anónima del contacto sin foto en la pantalla del smartphone. Lo veía casi más que a su familia, y nunca se le había ocurrido sacarle una foto para asociarla a su ficha.

—Eh, qué pasa, monstruo… —dijo nada más descolgar.

—Oye, ¿estás muy liado?

—Bueno, estudiando, ya sabes… Pero puedo hacer una pausa, llevo toda la mañana sin parar… ¿pasa algo?

—No, no te preocupes, es sólo una ida de olla que me está afectando más de lo normal, y necesito contársela a alguien que no llame a los loqueros para que me encierren. ¿Nos vemos donde Diego en quince minutos?

“Donde Diego” era un bar en el que solían acabar cuando coincidían tras las noches de juerga, un bar en el que lo mismo se podía ver a un grupo de abuelos jugando al mus, que a un puñado de jóvenes tomándose la última —o la primera— de la noche o, como en este caso, a un par de amigos hablando de algo… de algo de lo que Carlos aún no tenía ni idea. Rodrigo lo saludó con la mano cuando lo vio entrar; se había sentado en una de las mesas más cercanas a la barra… él era fiel a la máxima de la ley del mínimo esfuerzo, y así no tenían que esperar para que los sirvieran, ni levantar la voz o hacer gestos exagerados para llamar la atención del camarero, un tipo con un mostacho muy pasado de moda, que a Carlos le recordaba al personaje de Antonio Resines en una serie antigua de televisión, de cuyo nombre no conseguía acordarse.

—Qué pasa, tío… me tienes sobre ascuas…

Apenas le había dado tiempo a sentarse cuando el camarero se acercó y les sirvió unas cervezas frías y un bol con frutos secos con una media sonrisa oculta tras el bigote. Eran ya tantas horas las que habían pasado los dos en aquél garito que había cosas que no era necesario preguntar siquiera. Los dos amigos le dieron las gracias con un movimiento de cabeza, gesto que fue imitado por el camarero justo antes de volver a sus quehaceres.

—Tío… los Microhobbby… he encontrado algo… ¡creo que se me está yendo la olla!

Carlos tuvo que hacer un buen esfuerzo para reparar en lo que su amigo le estaba refiriendo: las revistas de informática.

—Como no te expliques…

—En estos días he estado leyendo las revistas, más que nada por pura curiosidad, y he descubierto algo que no me esperaba. Verás… en cada Microhobby había una sección a la que los lectores enviaban programas creados por ellos mismos. Utilidades en su mayoría, muy básicas para lo que estamos acostumbrados hoy en día, pero que por aquellos entonces te solucionaban más de un problema. Echando un vistazo, me he encontrado con un programa que al principio me pareció muy simple, pero interesante, y que luego ha acabado absorbiéndome por completo. ¡Es tan… extraño que no entiendo como nadie más se ha hecho las mismas preguntas que yo en todos estos años! —cogió una servilleta y dibujó un rectángulo con trazo irregular— ¿Qué es esto?

—Un… ¿rectángulo? —le respondió Carlos sin saber muy bien a dónde llevaba todo aquello.

—Una pantalla —le corrigió con un tono que parecía recriminarle el hecho de que no pudiera ver algo que para él era más que evidente—. Una pantalla con largo —remarcó la parte de arriba del rectángulo—, y alto —hizo lo propio con el lateral izquierdo—. Imagínate que cuadriculásemos todo el interior —añadió, y rellenó la parte de dentro del rectángulo con líneas horizontales primero y después verticales, dibujando de forma compulsiva, hasta el punto de agujerear el papel en varios sitios. Carlos observó todo el proceso sin atreverse a meter baza.

—Cada uno de estos puntos —dijo señalando uno de los recuadros de la cuadrícula— puede estar relleno o vacío. Rellenando puntos consecutivos se pueden formar dibujos. Así, básicamente, es como se forman las imágenes en un monitor. He simplificado mucho todo el proceso, cada punto tiene muchas más variables como color, brillo…

—Vale, no puedo negar que es interesante, pero…

Rodrigo, si lo oyó, no dio la menor muestra de ello, y siguió con su disertación.

—Ahora, cuantos más cuadraditos haya, mejor se verá la imagen. Es lo que se llama la resolución. En una imagen con poca resolución, se apreciarán fácilmente los puntos. En una con mucha resolución, nos parecerá estar mirando una fotografía.

—Como en los televisores de HD o de 4K, ¿no?

—¡Eso es! ¡Lo estás entendiendo!

—Oye, que sea de letras no implica que sea tonto —dijo Carlos, tratando de parecer ofendido pero sin lograrlo en absoluto.

—Precisamente necesitaba tu opinión como estudiante de filosofía, porque lo que te voy a contar es raro de cojones…Uno de los lectores de la revista había enviado un programa que generaba, una a una, todas —remarcó la palabra con la intensidad de su voz— las pantallas posibles, empezando por una con todos los recuadros vacíos y terminando en una con todos los recuadros rellenos.

—Y eso son muchísimas pantallas…

—Más de las que puedes pensar. Y eso sin contar con que la resolución que tenía un Spectrum era de juguete comparándola con la de un equipo de hoy en día. En un ordenador moderno, con la pantalla configurada a una resolución no muy alta, para que se mostrasen todas las combinaciones posibles desde la que está blanca por completo hasta la que está totalmente negra, suponiendo que cada una se mostrase durante unos segundos, se necesitarían milenios.

—Estooo… ¿por qué demonios me estás soltando toda esta clase teórica?

—Espera. La cuestión es que me llamó tanto la atención el programa que decidí traducirlo, llamémoslo así, para que funcionase en un ordenador de hoy en día, mucho más potente y más rápido que aquellos para los que fue diseñado en un principio. Y mientras estaba programando, se me metió en la cabeza una idea inquietante...

—No sé a dónde quieres llegar…

—Ni yo sé si voy a ser capaz de transmitirte lo que he descubierto… de hecho, todavía, al pensar en ello se me va la idea, soy incapaz de centrarla, me parece… irreal.

—Joder, venga ya, tío —soltó Carlos, empezando a pensar que todo pudiera ser una broma sin la menor gracia.

—Vamos a ver… voy a tratar de explicártelo de la manera más simple posible, sin usar terminología matemática o informática. Si me paso, me lo dices.

—Hombre, es todo un detalle… ¡pero venga ya, que me tienes de los nervios!

—Verás… si consideramos que la pantalla tiene 1024 cuadraditos de largo por 768  de alto, que es una resolución aceptable, y que no se van a mostrar colores, solo blanco o negro, sin grises siquiera…

—Tío…—comenzó a protestar Carlos viendo venir un galimatías tecnológico, pero Rodrigo no lo dejó seguir.

—Aguanta un poco… desde el punto de vista matemático, eso tiene un nombre, y una fórmula para calcularlo… el número resultante es tan inmensamente grande que las calculadoras son incapaces de procesarlo y lo consideran infinito… Pero en realidad no lo es, es un número que se puede cuantificar, al fin y al cabo… Piensa en lo siguiente, olvidando ya el aspecto tecnológico o de cálculo, desde tu punto de vista de estudiante de filosofía… Si el programa va generando, una a una, todas las pantallas posibles desde la inicial en la que todo se ve blanco, hasta la final en la que todo se ve negro... Llegará un momento en que cualquier imagen posible aparecerá en el monitor... Tío, da igual que los cálculos tarden un segundo o un milenio… más tarde o más temprano cualquier cosa en la que puedas pensar saldrá en esa pantalla… desde una página con el texto de Romeo y Julieta a Armstrong pisando la Luna… ¡Joder! ¡Llegará un momento en que aparecerá una pantalla con Jesús y Buda jugando a los bolos!

En un principio,Carlos no llegó a entenderlo por completo, y de hecho aún estaría unos días dándole vueltas a las implicaciones de aquella idea. Se mantuvo en silencio largo rato, pensando. Rodrigo lo dejó en paz porque él ya había pasado por ese punto, y disfrutó de su cerveza mientras lo observaba.

—¿Ves por qué necesitaba el punto de vista de un filósofo? —preguntó al rato.

Carlos buscaba algo que rebatiese lo que su amigo le estaba contando, pero no conseguía encontrar el resquicio que desmontase su argumentación. Lo que le acababa de decir sonaba al desvarío de un loco, pero… Bebió un trago de la cerveza, y trató de pensar con calma, pero las implicaciones de lo que acababa de oír se le escapaban por completo. Rodrigo le estaba diciendo que cualquier cosa que existiera, cualquier escena, imaginable o no, aparecería más tarde o más temprano en esa pantalla de ordenador. Imágenes obscenas, bellas, geniales, absurdas, incomprensibles… todas. Abrió la boca para decir algo pero Rodrigo lo cortó en seco.

—Te voy a dejar que le des vueltas unos días para que puedas verlo en toda su extensión. He actualizado el programa, que era muy primitivo y basado en el Spectrum, y lo he puesto a prueba en mi PC. Me he dado cuenta de que las pantallas iniciales no contenían información suficiente para formar ninguna imagen con un mínimo de sentido. Puntos sueltos, flotando rodeados de blanco absoluto… algunos puntos agrupados, mucho más adelante… He modificado el programa original para poder darle un punto de partida de manera que la imagen inicial no sea blanca. Ahora puedo decirle que empiece a generar imágenes, por ejemplo, desde la pantalla diez millones. O cien mil millones. O incluso partiendo de una fotografía. Hasta ahora sólo he conseguido imágenes sin sentido, borrones, manchas negras sin parecido a nada que hubiese visto antes, una especie de test de Rorschach informático.... pero déjale tiempo.

—Pues vamos a dejar que el tiempo pase y te dé o te quite la razón, porque he dejado de estudiar para despejarme un poco, y resulta que me voy a volver a casa con un dolor de cabeza del quince…

—Amén a eso, amigo —respondió Rodrigo levantando su vaso, a modo de brindis. Aún estuvieron donde Diego un buen rato, y cayeron unas cuantas cervezas más antes de volver a casa. El galimatías del programa que podía generar cualquier pantalla imaginable pasó a un segundo plano y Carlos, centrado en los exámenes, no volvió a pensar en ello hasta unos días más tarde, cuando de nuevo sonó el teléfono.

—¡Hombre, apareció el perdido! —dijo en tono de guasa, pero la voz de Rodrigo invitaba a todo menos a la broma.

—¡Carlos, necesito hablar contigo!

—Vale, vale… tranquilízate. ¿Estás bien? ¿Qué pasa?

—¡No puedo contártelo… no por teléfono, al menos! ¡Pensarás que estoy loco! ¡De hecho, es muy probable que pienses que estoy loco aunque hablemos cara a cara!

—Me estás poniendo nervioso… si es una broma, desde luego no tiene puñetera gracia…

—¿Broma? ¡Ojalá fuese una broma!¡Nos vemos donde Diego en quince minutos!

Carlos se vistió con lo primero que encontró en el armario y salió corriendo. A pesar de las prisas, Rodrigo ya estaba allí cuando llegó. Y la verdad era que se le veía nervioso, intranquilo.

—Tío… ¿estás bien? —preguntó, apartando la silla y sentándose justo enfrente de una versión muy diferente de su amigo a la que estaba acostumbrado. Llevaba el pelo enmarañado, como si no hubiera visto un peine en semanas, hasta el punto de dar la impresión de que sólo un buen corte sería capaz de arreglar tal desaguisado. Las ojeras eran de un color tan oscuro que parecían más un mal maquillaje de Halloween que algo real

bottom of page