ALTA DEFINICIÓN
—Ah, Dimitri, Dimitri… ¿qué vamos a hacer contigo?
La pregunta quedó flotando en el aire mientras el hombre que la había formulado paseaba con mirada ausente de un lado a otro de la lujosa habitación, envuelto en el aromático humo del carísimo habano que estaba fumando. Todo en él seguía la misma tónica, desde el anillo de platino con su inicial dibujada en diamantes hasta la más insignificante de sus prendas de vestir: todas y cada una de sus pertenencias eran insultantemente caras. Se movió apoyándose en el impresionante bastón del que nunca se separaba, una obra de arte de madera maciza coronada por la cabeza de un león de oro puro cuyos ojos eran dos rubíes de gran tamaño. Sus casi ciento ochenta kilos se desplazaron por el suelo enmoquetado con unos movimientos gráciles y suaves que no parecían corresponder a su corpulencia, hasta que su cara quedó a escasos centímetros de la del hombre al que estaba hablando. Expulsó una bocanada de humo espeso que se extendió durante unos segundos por los recovecos del rostro de Dimitri como una sábana de seda, antes de dispersarse en el aire. Como si el humo hubiese sido el telón que da paso a los actores, Dimitri balbuceó, más que hablar.
—S… Señor Capone, yo… yo le prometo que le voy a devolver hasta el último céntimo… Le… le pagaré el doble de intereses… Se lo juro, sólo necesito algo más de tiempo…
El hombre que acababa casi de susurrar la súplica alcanzaba a duras penas una tercera parte del peso de su captor. Estaba arrodillado en el suelo, y mantenía la cabeza en alto sólo porque uno de los dos matones —que parecían un par de montañas de músculos vestidas de etiqueta—, le tenía agarrado del pelo. El aspecto de la cara de Dimitri, unido a las marcas en los nudillos del hombre que lo sujetaba, no dejaba lugar a dudas acerca de que las últimas horas no habían sido, desde luego, las mejores ni las más cortas de su vida. El señor Capone —cuyo verdadero nombre era Alberto Montes, Alberto derivó en Al, y lo de sustituir Montes por Capone fue cuestión de puro marketing, bastante efectivo por cierto—, lo miró con expresión divertida y una media sonrisa que hubiese helado la sangre en las venas al más valiente.
—¿Cómo me vas a pagar el doble, si me permites la pregunta? ¿No has podido pagarme y de repente te comprometes a doblar tu deuda? ¿Hay algo que no sepa, un primer premio de la lotería, quizás?
—Yo… yo… —el hombre bajó la vista al suelo, tratando de encontrar una solución desesperada a un asunto que, a todas luces, no la tenía.
—No, ya veo que no.
Al desandó sus pasos y se dirigió hacia la mesa de su despacho. Trasteó unos instantes en uno de los cajones de la impresionante —y carísima, cómo no— mesa y sacó un mando a distancia.
—Como comprenderás, no puedo permitirme el lujo de perder dinero. Hoy pierdo un poquito aquí, mañana otro poco allá, y antes de que me dé cuenta mi fortuna, la que me ha costado tantísimo tiempo y esfuerzo reunir, se me escaparía entre los dedos como un puñado de arena de la playa.
Dimitri abrió la boca e hizo la intención de comenzar de nuevo con su defensa, con sus promesas sin fundamento acerca de un pago que nunca llegaría, pero el señor Capone lo detuvo con un gesto antes de que comenzara.
—¿Crees que presto mi dinero a cualquiera? —preguntó, y continuó con su discurso sin dar tiempo a una posible respuesta— Es evidente que no. Un no rotundo y absoluto. Sólo le presto mi dinero a quien tiene posibilidades reales de devolvérmelo y pagar los intereses. Pero además, me cubro siempre las espaldas ante desafortunadas incidencias como ésta. ¿Qué ocurre si una persona no puede devolverme el préstamo a tiempo?
Hizo una pausa, como esperando una respuesta. Nadie en la habitación se la ofreció, Dimitri porque no la tenía, y los matones que le habían dado la paliza porque no les importaba lo más mínimo. La suerte de aquel desgraciado estaba echada, y tan sólo esperaban la orden de ejecución. Fueron tan sólo unos segundos, pero la habitación se cargó de energía hasta tal punto que parecía crepitar en el ambiente.
—La respuesta es sencilla. Busco a alguien de su entorno, de su familia, que pueda hacer efectivo el pago de la deuda más los intereses.
—¡NO! —gritó Dimitri, que parecía haber sacado fuerzas de flaqueza, al menos las suficientes como para convertir la negativa en un atronador grito. Fue sólo un espejismo, porque enseguida la fuerza inicial se convirtió una vez más en una letanía suplicante, apenas inteligible—. Ellanoellanoellano…
—No te oigo bien… ¿ella? ¡Oh, sí, claro! —de nuevo se detuvo, sabedor del daño que estaba causando, y disfrutando de cada uno de los acontecimientos como si fuera el más dulce de los néctares—. Tu hija.
Dimitri se convirtió de repente en una masa de tendones y músculos, un muelle llevado más allá de la compresión máxima que estaba dispuesto a soportar. Una fiera en la milésima de segundo antes de saltar sobre su presa.
—Déjala… en… paz —ordenó, y aunque no estaba en disposición de poder ordenar nada, escupió cada una de las palabras desde lo más profundo de su ser—. Ella no tiene dinero suficiente para pagarte…
—No. Bueno… sí, y no a la vez. No tiene dinero en efectivo, pero es una buena fuente de ingresos —soltó Al con una socarrona sonrisa en la cara. Pulsó el mando a distancia, y la pantalla plana que ocupaba buena parte de la pared junto a la que se arrodillaba el castigado Dimitri se llenó con las escenas de una película pornográfica, cuya protagonista no lo era por voluntad propia. Una protagonista que hizo que los ojos del hombre se inundaran de lágrimas y le impidieran seguir viendo el sufrimiento de su hija.
—En una sola noche ya me ha dado los beneficios suficientes para saldar tu deuda. Hay gente muy importante que paga cantidades ingentes de dinero por chicas sin experiencia… y eso sin contar con lo que espero sacar de este emocionante vídeo...
—¡HIJO DE PUTAAAA! —gritó Dimitri, y su cuerpo se llenó de las mismas energías que parecen reanimar al moribundo instantes antes de su muerte. Toda la fuerza que su organismo atesoraba para futuras necesidades puesta a su servicio allí, en aquél preciso momento. Los tendones se marcaron bajo su piel como si fuesen capaces de rasgarla y salir al exterior, y de un formidable tirón consiguió escapar de la tenaza de su captor y saltó como un resorte hacia aquel monstruo sin alma disfrazado de hombre, con las manos convertidas en garras, dispuestas a seccionarle la yugular. En dos potentes saltos, antes de que los matones fuesen capaces de reaccionar, se situó a escasos centímetros del hombre que había hecho eso a su pequeña, y...
con un impresionante giro de muñeca, a una velocidad imposible para alguien de su tamaño, Al destrozó su bastón contra la cabeza de Dimitri, quien cayó a un lado como una marioneta a la que acaban de cortar las cuerdas. Una parte del bastón, coronada de astillas, quedó agarrada en la mano derecha de aquella mole con forma de hombre, mientras que la cabeza de león dorada volaba por la habitación dejando un rastro de oro y grana hasta impactar contra la pantalla y llevarse con ella la imagen.
—¡Joder!¡Hijo de puta! —le gritó al cuerpo inerte que yacía a sus pies, a la vez que se agachaba y lo cogía del cuello con una de sus enormes manos, sin esfuerzo aparente—. Ya me has roto el televisor... —añadió entre dientes, mientras lo arrastraba hacia donde se encontraba la pantalla oscura. Lo levantó como el que levanta un saco de plumas, y le colocó la cara contra el televisor, que ya había emitido las últimas imágenes de su vida útil—. ¡YA… ME… HAS… ROTO… EL… TELEVISOR! —escupió con rabia, y acompañó cada golpe de voz con otro golpe infinitamente más violento, aplastando sin piedad la cabeza de Dimitri, quien ya hacía rato que no habitaba en la cascara vacía que antes había sido su cuerpo, contra la cada vez más maltrecha pantalla. El último golpe hizo que la pantalla se descolgara del marco y se dividiera en mil pedazos, de manera que no se pudo distinguir si el espantoso crujido provenía de los cristales o del cráneo destrozado del hombre. Ni los dos matones, usuarios habituales de mil y una formas de violencia física, fueron capaces de levantar la vista del suelo. Eso les ahorró la pavorosa visión de Al con los ojos inyectados en sangre, resoplando como un bisonte, casi un ser mitológico encargado de llevarse al infierno a los humanos reclamados por la muerte. Apenas unos segundos después, del monstruo que había destrozado con sus manos desnudas la cabeza de aquel pobre diablo no quedaba más que el recuerdo, además de los restos de sangre y tejido humano que se limpiaba con exquisita minuciosidad como el que se limpia las migas tras el desayuno.
—Preparad el coche —ordenó, como si la cruenta escena que acababa de tener lugar no hubiese sucedido jamás—. En una hora tenemos que estar en el aeropuerto. Vamos a estar fuera un par de días, en cuanto volvamos compraremos un nuevo televisor. Que las limpiadoras saquen la basura —añadió, refiriéndose al cuerpo destrozado de Dimitri.
……
Al tenía sirvientes hasta para la más nimia de las tareas del día, y pocas veces se dignaba a salir fuera de sus dominios, pero el tema del televisor era algo ineludible, algo que no podía delegar de ninguna de las maneras en los inútiles que formaban su séquito. Las mujeres y estar a la última en tecnología eran sus vicios preferidos, y no precisamente en ese orden, así que, después de todo, casi tenía que agradecer al alfeñique que se hubiera dejado los sesos contra la pantalla porque eso le deba la excusa perfecta, aunque no la necesitase, para hacerse con el último modelo del mercado. Cuando el avión tomó tierra, su primer pensamiento fue para el nuevo televisor. Para cuando el señor Capone hizo acto de aparición en la tienda, sus secuaces ya se habían encargado de echar hasta al último de los clientes, de manera que él era el único, como siempre le había gustado. Como siempre había exigido.
—E… el… el señor dirá… ¿Q… qué estaba buscando? —tartamudeó el responsable del área de electrónica de consumo desde detrás del mostrador, dando claras señas de no haber estado tan asustado en su vida.
—¿No hay nadie en la tienda que tenga los cojones de hablarme sin que parezca que lo han dejado en pelotas al aire libre en Invernalia? —soltó Al propinando un fuerte golpe con el puño cerrado sobre el mostrador. Uno de sus secuaces, al que aún le quedaban en los nudillos signos de la paliza que había propinado a Dimitri, no pudo reprimir una breve risa que sonó como un bufido. El hombre que había tratado de atenderlo pareció hacerse más pequeño a la vez que el temblor pasaba de su voz al resto de su cuerpo.
—¿Qué desea exactamente? —sonó una voz fuerte, confiada. Su dueño apareció tras las cortinas que daban a la trastienda. El joven iba vestido con un pulcro traje oscuro, camisa blanca y corbata, y era el prototipo del perfecto vendedor: atractivo, seguro… seductor, casi.
—Hombre, menos mal —soltó el señor Capone. El primer vendedor aprovechó el momento y pareció hacerse humo como el más experimentado de los ninjas—. Quiero comprar un televisor.
—Pues no tengo que decirle que ha llegado usted al lugar perfecto, caballero. Acabamos de recibir estos modelos que… —comenzó a recitar haciendo una vez más gala de sus exquisitas dotes para la atención al público, pero con un movimiento felino el señor Capone cortó en seco su exposición, lo agarro de la corbata y tiró hacia él hasta que sus rostros quedaron el uno a un palmo del otro.
—¿Sabes quién soy, muchacho? Sí, estoy seguro de que sí… Tan seguro como de que tú sabes que yo sólo quiero lo mejor —se aseguró de remarcar la palabra de manera que no quedase lugar a dudas—. Si lo dejamos claro desde un principio, estoy convencido de que ambos saldremos ganando, yo porque no malgastaré mi tiempo, y tú porque te ahorrarás muchos problemas, ¿capisci?
El muchacho se incorporó aprovechando que Al le había soltado, se arregló el traje y la camisa, y se ajustó el nudo de la corbata. Luego miró a ambos lados, como si quisiera asegurarse de que nadie lo estaba escuchando.
—Caballero, si me permite… podría ofrecerle un artículo que aún no está a la venta. Hemos recibido un modelo para que estudiemos sus prestaciones antes de ponerlo a disposición del gran público. Le puedo asegurar que usted sería el único poseedor de un aparato de tales características —esta vez fue el muchacho el que se aseguró de que Al entendía lo extraordinario del artículo resaltándolo con su voz. Su estrategia surtió efecto como pudo comprobar por el brillo en los ojos del que ya había dejado de ser el señor Capone para convertirse en su cliente. El viejo truco del anzuelo había surtido efecto, como lo había estado haciendo desde tiempos inmemoriales.
—¿Qué aparato es ese? —preguntó Al, que ahora parecía como un niño a punto de abrir los paquetes bajo el árbol de navidad.
—¿Sería tan amable de acompañarme? —preguntó el vendedor, a la vez que separaba las cortinas que conducían a la trastienda y se apartaba para dejar paso a Al. Éste hizo un gesto a sus matones que éstos entendieron a la perfección: uno fuera, vigilando. El otro con él, a donde quiera que llevase el pasillo del otro lado de las cortinas. Caminaron durante unos instantes, dejando atrás puertas abiertas que daban a almacenes repletos de cajas, todas ellas organizadas siguiendo un patrón determinado. La última de las puertas estaba cerrada, y tuvieron que esperar a que el muchacho extrajese la llave correcta del manojo y, tras abrir, les permitiese el paso.
La estancia no tenía ninguna apertura hacia el exterior, ni puertas ni ventanas, y despedía un cierto olor especial, dificil de catalogar, una mezcla entre humedad, rancio, y un tercer elemento que no casaba con los anteriores: el olor a plástico y componentes electrónicos. La decoración se asociaba más a los dos primeros que a los últimos, y por unos instantes Al se sintió como Billy Peltzer en la tienda del anciano chino de los Gremlins. La principal diferencia era que Gizmo no salía de una caja con inscripciones talladas en la tapa, estaba colgado en la pared que quedaba a la izquierda de Al.
—¡Jo… der! —exclamó al ver la impresionante pantalla. La superficie negra, brillante, evocó un hermoso lago de aguas tranquilas y oscuras en su mente. Un lago que ocultaba bajo sus aguas indescifrables secretos que él estaría encantado de descubrir en la seguridad de su refugio. Lo quería ya, ahora, en aquél preciso momento, y no iba a admitir un no por respuesta. Acarició con sus dedos la fría superficie. La grasa de su piel fue incapaz de mancharla. Se acercó hasta casi pegar su nariz contra ella, la escudriñó desde todos los ángulos posibles, pero ni aún así consiguió encontrar señal alguna. Jamás había visto un recubrimiento anti huellas tan efectivo, y menos aún en un televisor. La voz del vendedor lo sacó del trance.
—No tenemos aún una perspectiva completa de todas las funcionalidades del aparato. Acabamos de recibirlo, y se ha convertido en la estrella de la tienda. Las últimas horas esta habitación parecía un museo —bromeó.
—No me extraña... —murmuró para sus adentros Al—. ¿Cuánto vale? —añadió, levantando la voz.
—Bueno, pues… no tengo ni idea… la hemos recibido así, sin haberla pedido, sin marca a la vista, sin caja ni instrucciones… tan sólo traía una nota que decía “No poner a la venta”. Una curiosa campaña de lanzamiento, desde luego. Muy intrigante.
—Supongo que al encenderla por primera vez aparecerán las instrucciones en pantalla, ahora todo funciona así —dijo Al para sus adentros, más un pensamiento en voz alta que una frase para compartir. Sacó una chequera y garabateó una cantidad insultantemente alta para cualquier otro, pero que para él no era más que calderilla, arrancó el cheque y se lo dio al vendedor.
—Esto cubrirá de sobra el precio y los extras que haya que pagar a cualquiera que levante la voz —dijo el muchacho—. Me encargaré personalmente de que se la instalen a la mayor brevedad posible.
—La quiero ya. Hoy mismo —ordenó Al, y salió de la habitación. Aunque no fue consciente de ello, tuvo que hacer gala de una gran fuerza de voluntad para apartar sus ojos de la hipnótica superficie azabache.